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Cada noche, Fortuna García canta una nana a su hija Carmen cuando la niña de seis años se va a dormir en casa de su abuela en Cochabamba, Bolivia. Fortuna vive en Gaithersburg, Maryland, y no ha visto a Carmen desde que abandonó Bolivia hace tres años. Pero cada noche, gracias a una tarjeta telefónica de prepago y por menos de un euro, le canta a Carmen hasta que se duerme. Y cada mes, Fortuna manda unos 250 euros a su madre, que se ocupa de Carmen. Los envíos de Fortuna han ayudado a pagar las mejoras de la casa de su madre y también han costeado la operación que salvó la vida a su sobrina enferma. Fortuna es uno de los 500.000 extranjeros que entran ilegalmente en Estados Unidos cada año, una cifra que no ha descendido de sus niveles previos al 11-S, a pesar de los esfuerzos por fortificar las fronteras de EE UU. Debido a que es una inmigrante ilegal, Fortuna carece de una cuenta bancaria en Estados Unidos y, por tanto, recurre a un encomendero, un compatriota boliviano que, por una comisión, entrega en mano el dinero que ella y sus vecinos de su comunidad de expatriados envían habitualmente a casa. Estos canales informales que se utilizan para mover dinero internacionalmente son comunes a muchos grupos de inmigrantes. Entre los inmigrantes de Oriente Próximo y el sur de Asia, el sistema se denomina hawala. Entre los chinos se conoce como chop.
Usted no es normal. Si está leyendo estas páginas, seguramente pertenece a la minoría de la humanidad que tiene un empleo estable, adecuado acceso a la Seguridad Social y que además disfruta de una considerable libertad política. Además, a diferencia de otros 860 millones de personas, usted sabe leer. Y gasta más de dos euros al día. El porcentaje de la población mundial que combina todos estos atributos es menos del 4%.
¿Tendrán John Bolton, el nuevo embajador estadounidense en Naciones Unidas, y Robert Mugabe, el viejo tirano de Zimbabue, el mismo impacto en los organismos internacionales que el que tuvieron en el mundo empresarial los fraudes de Ken Lay y Bernie Ebbers, los ex jefes de Enron y WorldCom?
A la gente de ascendencia árabe que vive en Estados Unidos le va mucho mejor que al estadounidense medio. Ésa es la sorprendente conclusión extraída a partir de datos recopilados por la Oficina del Censo de EE UU en 2000 y publicados recientemente. El censo descubrió que los residentes en EE UU que declaran tener antepasados árabes son más cultos y gozan de mayor riqueza que el estadounidense medio. Mientras que un 24% de los estadounidenses posee títulos universitarios, un 41% de los arabo-estadounidenses son licenciados. Los ingresos medios de una familia árabe que vive en Estados Unidos son de 40.250 euros -un 4,6% más que el resto de familias estadounidenses- y más de la mitad de los arabo-estadounidenses tiene vivienda propia. Un 42% de la población de ascendencia árabe en Estados Unidos trabajan como directivos o profesionales, mientras que eso ocurre sólo en un 34% de la población general estadounidense.
El príncipe heredero Abdalá bin Abdelaziz al Saud, de 81 años y padre de 34 hijos, ejerce el poder en Arabia Saudí desde que su hermano, el rey Fahd, sufrió una embolia cerebral en 1995. El príncipe no hablaba con la prensa de Occidente desde que se supo que 15 de los 19 terroristas que perpetraron los atentados del 11 de septiembre de 2001 eran saudíes. Abdalá encarna el cambio en Arabia Saudí, ya que, según él, reforma es la palabra clave para el futuro del país. El príncipe heredero saudí está hoy en París y se prepara para entrevistarse con George W. Bush el 24 de abril en Tejas.
Hace aproximadamente una década en el mundo estalló una erupción de corrupción. Nadie sabe si el estallido lo produjo un aumento en los actos de corrupción; por definición, ésta es inmedible. Lo que sí sabemos es que de repente un problema tan antiguo como la humanidad misma pasó a dominar el debate público casi en todas partes. La ola de democracia que sacudió al mundo en esa época hizo que fuese más difícil seguir ocultando los sucios tejemanejes de dictadores ladrones, burócratas corruptos y empresarios especializados en trasquilar al Estado. Además, durante la Guerra Fría, las dictaduras cleptócratas se especializaron en canjear su apoyo a una de las dos superpotencias a cambio de que se les tolerara su pillaje. Terminada esa guerra, estos negociados geopolíticos se hicieron menos frecuentes. Simultáneamente, la revolución de la información y la explosión en las comunicaciones hicieron que cualquier escándalo de corrupción se convertiese rápidamente en noticia mundial. Inevitablemente, la frecuencia de los escándalos hizo que el mundo llegara a la conclusión de que había más corrupción que nunca. Con igual inevitabilidad, se produjo un clamor popular para declararle la guerra a la corrupción.