¿Serán Bolton y Mugabe la salvación de la ONU?
Andrea G
Moisés Naím / El País
¿Tendrán John Bolton, el nuevo embajador estadounidense en Naciones Unidas, y Robert Mugabe, el viejo tirano de Zimbabue, el mismo impacto en los organismos internacionales que el que tuvieron en el mundo empresarial los fraudes de Ken Lay y Bernie Ebbers, los ex jefes de Enron y WorldCom?
Fue preciso que se produjeran los tremendos escándalos de estas dos compañías para sacar a la opinión pública y los políticos de su pasividad ante las prácticas abusivas de los caciques empresariales. Como resultado de ello, los abusos y la impunidad que eran cosa común en el pasado se toleran hoy mucho menos. Lay y Ebbers son símbolos de prácticas inaceptables que, al ser descubiertas, provocaron profundas reformas en la forma de gobernar las empresas privadas. ¿Será posible que la presencia de Bolton y Mugabe en Naciones Unidas contribuya a movilizar la energía política necesaria para cambiar el modo de funcionamiento de ésa y otras organizaciones?
Bolton dijo en una ocasión que "no existe eso de Naciones Unidas; si el edificio de la secretaría de la ONU en Nueva York perdiera 10 pisos, no pasaría nada". Durante sus sesiones de confirmación en el Senado, un antiguo colega suyo testificó que era un "maltratador crónico" de los subordinados que se atreven a discrepar de él. La imagen que resulta de los datos obtenidos por el Senado pinta al embajador más como un patán que como un diplomático. Ahora, Bolton va a Nueva York precisamente a reformar la institución cuya existencia y cuya utilidad ha puesto en tela de juicio de manera tan frecuente y estridente.
Mientras los observadores digerían la paradoja de tener a Bolton como jefe de la diplomacia estadounidense en Naciones Unidas, el organismo internacional anunciaba una decisión más rutinaria pero igualmente increíble: Zimbabue había sido reelegido como miembro de la Comisión de Derechos Humanos. Así es Zimbabue, el país que gobierna el dictador Robert Mugabe, uno de los peores infractores del mundo en materia de derechos humanos. Puede parecer una locura que un régimen que intimida a su oposición política mediante la violencia y el hambre tenga la facultad de juzgar la situación de los derechos humanos en otros países. Pero la locura peor no es ésa, sino lo que se descubre al tratar de entender cómo llega la ONU a la decisión de elegir a Zimbabue. ¿Quién es el responsable de esta farsa? La respuesta: nadie.
Por supuesto que hubo una elección oficial y una sesión formal en la que los países depositaron sus votos; se celebró en Nueva York el 27 de abril. Sin embargo, en la práctica, estos procedimientos no significan nada, sino que están diseñados para diluir y ocultar toda responsabilidad por unas decisiones tan vergonzosas. El órgano que gobierna la Comisión de Derechos Humanos es el Consejo Económico y Social de la ONU, el EcoSoc -nombre que recibe este grupo de 54 países-, está dividido en subgrupos regionales, cada uno de ellos con derecho automático a ocupar una serie de puestos en la Comisión. Este año, los 14 miembros africanos presentaron la candidatura de tres países, Botsuana, Camerún y Marruecos, y propusieron que se reeligiera a Zimbabue. Es decir, 14 embajadores de países africanos en Naciones Unidas -o, en ciertos casos, sus representantes en el EcoSoc- "votaron". Es el mismo método por el que Cuba, otro glorioso ejemplo de respeto a los derechos humanos, fue reelegido en 2003 por los países latinoamericanos, y por el que los Estados asiáticos han reelegido a China cada tres años desde 1982. Es también la fórmula que permitió que Libia llegara a presidir esta Comisión. Según Freedom House, el 30% de los países que están actualmente en la Comisión de Derechos Humanos cometen violaciones de dichos derechos de forma habitual.
Si semejante grado de hipocresía se considera aceptable, e incluso normal, en los círculos de la ONU, dan ganas de decir que Bolton y Naciones Unidas se merecen mutuamente. Es más, al enterarse de todo esto, uno siente la tentación de mandar al diablo todo lo relacionado con la ONU e ignorar la triste y costosa charada que interpretan cada año los más de 3.000 delegados que asisten a las reuniones de la Comisión de Derechos Humanos. Pero caer en esa tentación sería un error.
Un error porque, a pesar de sus fallos, la necesidad que tiene el mundo de organismos como Naciones Unidas es cada vez mayor. Los necesitamos pese a que son lentos, costosos, a menudo ineficaces, un poco ridículos y, a veces, corruptos. Ningún país puede hacer nada por sí solo para disminuir los problemas cada vez más evidentes y más numerosos -contaminación atmosférica, tráfico de personas, proliferación nuclear, por nombrar unos pocos-, que tienen una dimensión mundial y necesitan soluciones también mundiales.
Además, en una alquimia extraña y reciente, los hedores de la corrupción, el despilfarro y la ineptitud que emanan de Naciones Unidas quizá se están transformando, si no en fuertes vientos de cambio, al menos en una brisa capaz de impulsar ciertas reformas. El debate sobre la guerra de Irak, el escándalo del programa Petróleo por Alimentos y las aireadas acusaciones contra varios altos funcionarios de la organización (que incluyen nepotismo, acoso sexual y sobornos) han creado un ambiente más propicio para los cambios. Kofi Annan, el asediado secretario general de la ONU, ha propuesto importantes reformas que pretenden cambiar muchas cosas, incluida su vergonzosa Comisión de Derechos Humanos.
El próximo otoño, cuando los países miembros de Naciones Unidas estudien las reformas propuestas, nos ofrecerán una buena oportunidad para comprobar hasta qué punto está deseoso el mundo de tener una Organización de Naciones Unidas que funcione mejor. Ojalá se acepten los cambios. Pero la esperanza no debe nublarnos el juicio. Los líderes mundiales se han acostumbrado a coexistir con una ONU débil, ineficaz y llena de problemas. Y los ciudadanos del mundo, en general, se muestran apáticos frente a estas organizaciones. Pero la reforma de la ONU no será resultado de los esfuerzos de ningún individuo en concreto; desde luego, ni de un secretario general que resulta irritante de puro diplomático ni de un embajador estadounidense gritón y acostumbrado a la intimidación como forma de actuar. El cambio sólo se producirá cuando los Gobiernos y sus ciudadanos -usted y yo- adquieran conciencia de que el futuro depende, en parte, de cómo funcione la ONU. Si Bolton y Mugabe, con su comportamiento, ayudan a crear esa conciencia, tal vez sean lo mejor que le haya ocurrido jamás a la ONU.