La guerra contra la corrupción perjudica al mundo
Andrea G
Moisés Naím / El País
Hace aproximadamente una década en el mundo estalló una erupción de corrupción. Nadie sabe si el estallido lo produjo un aumento en los actos de corrupción; por definición, ésta es inmedible. Lo que sí sabemos es que de repente un problema tan antiguo como la humanidad misma pasó a dominar el debate público casi en todas partes. La ola de democracia que sacudió al mundo en esa época hizo que fuese más difícil seguir ocultando los sucios tejemanejes de dictadores ladrones, burócratas corruptos y empresarios especializados en trasquilar al Estado. Además, durante la Guerra Fría, las dictaduras cleptócratas se especializaron en canjear su apoyo a una de las dos superpotencias a cambio de que se les tolerara su pillaje. Terminada esa guerra, estos negociados geopolíticos se hicieron menos frecuentes. Simultáneamente, la revolución de la información y la explosión en las comunicaciones hicieron que cualquier escándalo de corrupción se convertiese rápidamente en noticia mundial. Inevitablemente, la frecuencia de los escándalos hizo que el mundo llegara a la conclusión de que había más corrupción que nunca. Con igual inevitabilidad, se produjo un clamor popular para declararle la guerra a la corrupción.
La respuesta al clamor no tardó. Los países promulgaron leyes anticorrupción, las empresas adoptaron estrictos códigos de conducta, y se crearon organizaciones no gubernamentales como Transparencia Internacional para identificar y avergonzar a los países con su ranking de naciones corruptas. Fiscales y jueces especiales junto con poderosos zares anticorrupción y comisiones contra el enriquecimiento ilícito brotaron por todas partes.
Los escándalos de corrupción implicaron a jefes de Estado que con frecuencia terminaron fuera del poder, en la cárcel o en el exilio. El alemán Helmut Kohl, el surcoreano Kim Young Sam, Bettino Craxi en Italia o Alain Juppé en Francia son sólo algunos de los ejemplos, por no mencionar la larga lista en America Latina. En todo el mundo también se enjuició y encarceló a altos funcionarios gubernamentales y empresarios. Así, lo que hasta entonces era impensable se volvió casi rutinario. Las acusaciones de corrupción se convirtieron en un arma política y electoral común y muy potente. Se hizo normal entre los candidatos a cualquier cargo público declararse jefe de la campaña de "manos limpias", y acusar al adversario de cómplice del viejo orden corrupto. La honestidad del candidato reemplazó a su competencia o su "vision de futuro" como requisito para ganar elecciones. Así, más de un honesto incapaz llegó a los más altos cargos; con el agravante de que a veces la honestidad demostró ser más ilusoria que real. No así la incompetencia. Las reputaciones periodísticas o el éxito económico de cualquier medio ya no podían ignorar el apetito del público por saber cada vez más sobre la deshonestidad -real o presunta- de sus gobernantes. En esta guerra mundial contra la corrupción, el acontecimiento definitorio fue la Convención Contra la Corrupción de la ONU, de 2003, respaldada por más de 100 países.
Desgraciadamente, la información que nos llega del frente de batalla no es esperanzadora. "Los últimos 10 años han sido profundamente decepcionantes", afirma Daniel Kaufmann, uno de los principales expertos internacionales en actividades anticorrupción. "Se ha hecho mucho, pero se ha logrado poco. Lo que estamos haciendo no está funcionando".
De hecho, yo voy más allá. Creo que la guerra contra la corrupción ha causado enormes daños colaterales sin realmente disminuir la corrupción existente. La guerra contra la corrupción está minando la democracia, ayudando a que se elijan líderes equivocados y distrayendo a las sociedades de sus otros problemas urgentes. La corrupción se ha convertido con demasiada facilidad en el diagnóstico universal para las enfermedades de un país. Si al menos pudiéramos restringir la cultura del soborno y la codicia, se nos dice, los otros problemas serían más fáciles de solucionar. Ésta es ilusión paralizante. Si bien es cierto que la corrupción es una plaga desastrosa, no es tan cierto que su mengua resolverá los problemas más profundos que realmente retardan o paralizan el progreso. De hecho, creerlo así hace más difícil, si no imposible, obtener el respaldo popular para políticas públicas indispensables. ¿Para qué aprobar reformas fiscales necesarias si los ingresos públicos se esfuman en corrupción? ¿Por qué los Estados Unidos deben aumentar su contribución a los fondos para el desarrollo y llevarlos al nivel prometido si la corrupción se los va a comer? ¿Para qué privatizar una empresa pública ineficiente si la venta será carcomida por la corrupción? Como todos los lugares comunes, estas creencias sin duda tienen mucho de cierto. Pero son también excusas para no hacer nada y que paralizan procesos que a la larga pueden ayudar más a disminuir la corrupción que las reiteradas denuncias moralizantes contra la misma.
La obsesión por la corrupción también domina el debate público excluyendo otros problemas cruciales. Las causas profundas de la bancarrota de la educación, de hospitales que no funcionan, o de una economía estancada no pueden competir por la atención popular con los titulares sobre el último escándalo de corrupción. Claro que estos problemas son acrecentados por la corrupción. Pero en su esencia son generados por condiciones que a menudo tienen poco que ver con el comportamiento de funcionarios gubernamentales deshonestos. Tal es la obsesión anticorrupción que aun cuando otros problemas nacionales logran convertirse en una prioridad, la búsqueda de sus soluciones con frecuencia vuelve a caer en la lucha contra la corrupción como principal, cuando no único, remedio.
Pero quizás el peor daño colateral provocado por esta fijación sea la inestabilidad política que origina. En muchos países los electorados ya tienen sobradas razones para estar decepcionados con sus gobernantes. La corrupción alimenta esta decepcion y amplifica las expectativas poco realistas que la población usualmente tiene sobre los esfuerzos que son necesarios para hacer que su país progrese. Además, la impaciencia popular, exacerbada por la creencia de que casi todos los de arriba están llenándose los bolsillos, acorta aún más el tiempo delque disponen los Gobiernos para mostrar resultados. Así, para mitigar la ya exacerbada impaciencia de los votantes, los políticos se ven obligados a ofrecer mucho y a muy corto plazo. Normalmente les es imposible cumplir con sus promesas; lo cual exacerba la decepción popular y la desconfianza hacia los políticos.
Por ejemplo, desde 1990, once jefes de Estado latinoamericanos han sido destituidos u obligados a dimitir antes de finalizar sus mandatos. En todos los casos, la corrupción jugó un rol importante. Aunque estas expulsiones a menudo fueron plenamente justificadas, en varios casos la corrupción era sólo una excusa para deshacerse de un presidente ya debilitado por otras razones. Los escándalos de corrupción que involucraron a Salinas en México o Menem en Argentina, por ejemplo, sólo arreciaron cuando la economía de esos países entró en crisis. En general, la falta de progreso del país suele ser interpretada como una manifestación más de la corrupción. Esta creencia alimenta la ficción de que si los votantes sencillamente se deshacen de la actual tanda de funcionarios corruptos y encuentran un líder honesto, el progreso vendrá casi automáticamente. En cierto modo, Silvio Berlusconi en Italia, Hugo Chávez en Venezuela y Vladímir Putin en Rusia, llegaron al poder gracias al repudio público contra la enorme corrupción de los regímenes que les precedieron. Sin embargo, en cada uno de los tres países la corrupción ha aumentado y la democracia ha sido menoscabada por las actuaciones de los nuevos gobernantes "anticorrupción".
No cabe duda de que la corrupción es un azote. Pero tampoco cabe duda de que no todos los países afectados por la corrupción están colapsando. Hungría, Italia y Polonia son sólo algunos ejemplos de países en los que la prosperidad ha coexistido con niveles importantes de corrupción. China, India y Tailandia no sólo no se están hundiendo, sino que prosperan, a pesar de una corrupción generalizada. Lógicamente, sería mucho mejor que todos estos países tuvieran un sistema judicial honesto e independiente, respeto por el imperio de la ley, un sector público despolitizado y un sistema educativo sólido. Pero éstos son resultados, no prescripciones. Recomendarle a un país que tenga un buen sistema educativo o judicial o menos corrupción es banal. Claro que debe luchar por tenerlos, pero ¿cómo? Estos objetivos son el producto de esfuerzos sostenidos durante generaciones a todos los niveles de la sociedad. Recomendarles a estos países que se zafen de las cadenas de la corrupción -como hacen a menudo inversionistas extranjeros, políticos, directivos de instituciones multilaterales o conocidos articulistas- los hace lucir honestos, moralistas y visionarios. Lástima que con consejos como ésos es muy poco lo que se puede hacer.