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Columnas

Desigualdad económica: mitos, trampas y tentaciones

Andrea G

Moisés Naím / El País

¿Qué es más prioritario, reducir la desigualdad o aliviar la pobreza? Es tentador responder que son igualmente importantes. O que la pregunta es absurda porque la reducción de la pobreza disminuirá automáticamente las brechas entre pobres y ricos; o que las políticas que disminuyen la desigualdad inevitablemente reducirán la pobreza. Estas respuestas quizá sean tentadoras, pero también son incorrectas. Aunque el auge económico de China e India ha sacado a 400 millones de personas de la pobreza, en esos países la desigualdad económica ha aumentado. Las disparidades sociales en Cuba quizá sean menos graves ahora que cuando Fidel Castro asumió el poder hace 47 años, pero Cuba es hoy un país más pobre. En Estados Unidos, la pobreza no ha aumentado mucho, pero el abismo entre ricos y pobres es hoy mayor de lo que era.

Durante los últimos 50 años, la pobreza mundial fue una de las principales preocupaciones de políticos, académicos y medios de comunicación. Ahora, en cambio, es la desigualdad. Las diferencias económicas entre diferentes grupos de la población están constantemente en el candelero. Y por una buena razón: los ricos parecen dejar cada vez más rezagados a los pobres. Hace veinte años, la revista Forbes, en su primera clasificación, encontró 140 multimillonarios en todo el mundo. Hoy, el total es de 793, con un aumento de 102 sólo desde el año pasado. El número de millonarios aumentó en Asia en unos 700.000 entre 2000 y 2004. En el mismo periodo, la población de millonarios de Norteamérica aumentó en 500.000, y la de Europa en 100.000. De acuerdo con Merrill Lynch, China se convertirá en 2009 en la principal fuente de compradores de mercancías de lujo.

El mundo siempre ha padecido de una aguda desigualdad económica. Pero a pesar de lo notorias de las diferencias, la desigualdad global en realidad no ha cambiado tan drásticamente. Incluso según algunos expertos hasta puede ser que haya disminuido. En un reciente informe del Banco Mundial podemos leer que "desde la II Guerra Mundial, la desigualdad internacional ha disminuido inmensamente". Esta conclusión tal vez escandalice a muchos, en especial a quienes podrían señalar -con razón- que las naciones ricas, que hace un siglo eran nueve veces más prosperas que los países pobres, son ahora 100 veces más ricas que sus homólogos pobres. Esta cuestión es objeto de acalorado debate entre los economistas, y probablemente sea mejor dejársela a ellos. (El problema es que las estadísticas generan diferentes conclusiones dependiendo de la metodología que uno prefiera). En realidad, en algunos países la desigualdad es hoy mucho peor, y en otros los cambios son insignificantes. Pero lo que está claro es que aunque las estadísticas sobre la desigualdad no muestren grandes variaciones, nuestra conciencia colectiva sobre ella ha cambiado considerablemente.

Hay varias razones para la ansiedad que recientemente ha surgido en todo el mundo con respecto a la desigualdad. La más evidente es que ahora estamos mejor informados sobre las diferencias económicas que nos dividen. Sólo tenemos que encender un televisor o leer un periódico para que se nos recuerde nuestro lugar en la jerarquía económica mundial. La ansiedad por la desigualdad también se ha agudizado debido a los temores al terrorismo o a la inmigración ilegal que son hoy comunes en los países más ricos. En ambos casos, la suposición es que la falta de equidad en los países pobres termina generando amenazas directas para la seguridad y el bienestar de los habitantes del mundo más desarrollado. Para muchos europeos o norteamericanos la desigualdad en África o en América Latina ya no es tan solo un problema moral o teórico. Ahora sienten que les afecta directamente. Otro factor es que en Estados Unidos la desigualdad domina cada vez más el debate político. Gracias a la inmensa capacidad de EE UU para exportar al resto del mundo sus preocupaciones domésticas, su recientemente adquirida ansiedad por la desigualdad ha contagiado a países en los que ésta no ha aumentado tanto.

La oleada democrática que barrió el mundo desde la década de 1980 también ha situado la desigualdad en el centro de laconversación nacional en muchos países. El aumento de la democracia ha supuesto una mayor libertad para los medios de comunicación, que tienden a documentar las disparidades económicas y a poner de manifiesto la corrupción pública, lo cual es por supuesto muy saludable. Todo esto ha aumentado la visibilidad de la desigualdad y ha erradicado la tolerancia que existía hacia ella. Para los políticos, es probable que pocos mensajes sean tan eficaces para ganar el favor de las mayorías votantes como las promesas de redistribuir la riqueza del país de los que tienen mucho a los que tienen demasiado poco. Como consecuencia de ello, casi en todas partes -de Hungría a México, de Irán a Filipinas o Venezuela- denunciar la desigualdad se ha convertido en garantía de éxito electoral.

Y aquí radica el peligro. Sí, la desigualdad es moralmente repugnante, políticamente corrosiva y económicamente debilitante. Pero desgraciadamente también ha demostrado ser tercamente inmune a las intervenciones estatales directas. El mundo tiene una larga historia de intentos fallidos de combatir la desigualdad, incluido el cambio del sistema impositivo, las intervenciones en el mercado laboral, el control de precios, subsidios directos; la lista es infinita. Nada ha funcionado. Los países con desigualdades siguen teniéndolas. En los últimos 50 años, ninguna nación con una distribución desigual de la riqueza ha conseguido disminuir de modo permanente esa desigualdad. O peor aún, las buenas intenciones han conducido casi siempre al derroche, la corrupción o incluso al aumento de la desigualdad.

¿Qué hacer, entonces? Lo más importante es entender que los instrumentos de los que disponemos para luchar contra la desigualdad económica de manera más directa son poco fiables y suelen hacer más daño que bien. Igualmente importante es concentrar todos los esfuerzos en luchas que sabemos que pueden tener éxito. Las mejores políticas públicas para alcanzar un descenso sostenido y duradero de la desigualdad son las mismas que ahora se consideran en general los mejores métodos posibles para disminuir la pobreza. Proporcionar amplio acceso a una educación y a una salud mejores, agua potable, justicia rápida y fiable, empleos estables, vivienda y crédito, títulos de propiedad firmes y protegidos, estabilidad de precios, crecimiento económico. La receta es tan conocida que hasta resulta aburrida. Estas metas no son buenos ingredientes para discursos dirigidos a enardecer a las grandes mayorías de los países en los cuales la desigualdad es profunda y de larga data. Y no disminuirán la desigualdad con la velocidad que uno desearía. Pero centrarse en estos objetivos tiene varias ventajas. Una es que disminuyen la pobreza. Otra y muy importante, es que no contribuyen a aumentar la desigualdad.