La arrogancia de los economistas
Andrea G
Moisés Naím / El País
En 1849, el ensayista escocés Thomas Carlyle llamó a la economía "la ciencia funesta". Dos siglos después, los economistas contemporáneos siguen enfrentados a decisiones funestas: ¿más inflación o menos empleo? ¿Gastar o ahorrar? También se han puesto muy arrogantes. El complejo de superioridad intelectual de los economistas tiene mucho que ver con su orgullo por las sofisticadas técnicas estadísticas en las que se basan para analizar fenómenos como la inflación, el desempleo, el comercio, e incluso los efectos a largo plazo de los abortos sobre los niveles de criminalidad. Esto con frecuencia los lleva a estar convencidos de que sus métodos son superiores y más rigurosos que los de las demás ciencias sociales. Así, cualquier investigación social cuyas conclusiones no se basen en el análisis cuantitativo de una masiva cantidad de datos es desdeñada por los economistas por ser "literatura" o, aún peor, por ser "periodismo". Hay un chiste entre economistas que dice que, para los antropólogos, el plural de anécdota es "base de datos".
Recientemente, la arrogancia de los economistas ha sido rigurosamente confirmada por una investigación cuantitativa publicada en una de sus revistas especializadas. El estudio, publicado por The Journal of Economic Perspectives, revela que el 77% de los alumnos de doctorado en economía de las más prestigiosas universidades de los Estados Unidos piensa que "la economía es la ciencia social más científica". Sin embargo, resulta que esta certeza no se basa en la alta opinión que tienen de su propia disciplina, sino en lo mucho que desprecian todas las demás ciencias sociales. A pesar de su casi total unanimidad respecto a la superioridad relativa de su disciplina, tan sólo el 9% de los entrevistados opina que hay consenso con respecto a cómo responder preguntas básicas de la ciencia económica.
Y tienen razón. Hoy en día, los economistas no tienen respuestas para los temas fundamentales de su ciencia. Esta ignorancia a menudo tiene graves consecuencias que trascienden las meras controversias académicas. Cuando los economistas se equivocan en teoría, la gente sufre en la práctica. El anterior presidente de Brasil, Fernando Henrique Cardoso, recuerda que en plena crisis financiera de su país recibió llamadas de ganadores del premio Nobel de Economía y de otras superestrellas del firmamento económico mundial. Cada uno le daba un consejo diferente, y cada uno estaba absolutamente seguro de que su recomendación era la única correcta. Cardoso, un distinguido sociólogo, logró sacar a Brasil de la crisis gracias a su considerable talento y experiencia, atinando a cuáles de los famosos economistas creer y a cuáles ignorar. Algunos, por ejemplo, le insistían en la necesidad de adoptar un régimen de cambio fijo de la moneda similar al que tenía entonces Argentina. Hoy en día, estas ideas han pasado de moda y están muy desprestigiadas.
"En realidad desconocemos las causas del crecimiento económico", reconoce François Bourguignon, el economista jefe del Banco Mundial. "Sí tenemos una idea bastante clara sobre cuáles son los principales obstáculos para el crecimiento y cuáles son las condiciones sin las cuales una economía no puede crecer. Pero estamos mucho menos seguros respecto a qué otros ingredientes se necesitan para generar y sostener el crecimiento". Y este desconcierto no sólo se hace evidente con respecto a cómo enfrentar los difíciles problemas económicos de los países pobres. Los economistas también están confundidos por mucho de lo que está sucediendo en las economías más avanzadas del mundo. Hace poco le pregunté a una influyente economista de Wall Street qué era lo que más la desconcertaba actualmente. "Los tipos de interés", dijo. "Deberían estar más altos". Y, efectivamente, la teoría económica predice que los actuales tipos de interés a largo plazo -los intereses de las hipotecas o bonos que se pagarán dentro de años- deberían estar más altos y con tendencia a seguir subiendo impulsados por los desmesurados déficit comerciales y fiscales de la economía estadounidense. Pero no es así: los tipos de interés a largo plazo siguen bajos e incluso están cayendo. Antes de jubilarse en enero, el presidente de la Reserva Federal, Alan Greenspan, confesó que para él estas tendencias eran un "cunundrum", una mezcla de acertijo y rompecabezas. Robert Samuelson, columnista de The Washington Post, analizó las diferentes explicaciones que ofrecen los economistas para esta anomalía y llegó a la conclusión de que todas ellas eran deficientes. Según Samuelson, la incapacidad de los expertos para explicar algo tan fundamental "es una prueba de nuestra ignorancia económica".
Los economistas tampoco tienen una explicación convincente sobre el valor del dólar. Durante más de una década han mantenido que el dólar era demasiado caro y que su devaluación era inevitable. En efecto, y tal como pronosticaron, el dólar cayó, perdiendo el 39% de su valor entre 2002 y 2004. "Un efecto ineludible del equivalente económico de la ley de la gravedad", explicaban los gurús económicos con sobrada naturalidad. Un país con un déficit comercial gigantesco y en aumento, un presupuesto fuera de control, agobiado por una guerra que hasta ahora ha costado del orden de un billón de dólares y con el precio del petróleo disparado, es imposible que sostenga su moneda. Pero la coincidencia entre la realidad y los libros de texto duró poco. Tan poco, que los manuales de economía no tuvieron tiempo de registrar el cambio. El dólar se recuperó, y se revalorizó más de un 14% en 2005 a pesar de los déficit, la guerra, el petróleo y todas las otras razones teóricas para que sea más barato de lo que ahora es.
En un estudio sobre los países que tenían las mayores posibilidades de alcanzar un alto desempeño económico en los próximos años, el catedrático de Economía de Harvard Richard B. Freeman llegó a la conclusión de que, para el éxito económico de un país, "la suerte parece tan importante como la política económica".
Una ciencia que se debe re-signar a usar la suerte como factor fundamental para estimar el porvenir económico de miles de millones de personas es ciertamente una ciencia funesta, y no sólo por las razones por las cuales así la bautizó Carlyle, sino porque está más cerca de la brujería que de la ciencia. Es cierto que las otras ciencias sociales no están mucho mejor y que muchas de ellas son aún menos confiables que la economía. Aun así, a los economistas les convendría cambiar su arrogancia intelectual por una actitud más humilde y ver qué pueden aprender de otros. Albert O. Hirschman, un economista tremendamente original, llegó a muchas conclusiones útiles e innovadoras gracias a su disposición a transgredir fronteras intelectuales y tomar prestadas ideas de otras disciplinas. A la economía le vendrían bien más transgresores como Hirschman.
Afortunadamente, algunos de los economistas actuales están empezando a cruzar las fronteras interdisciplinarias y están usando la psicología, la sociología y las ciencias políticas para nutrir sus análisis. Muchos de estos esfuerzos de importación de ideas de otras disciplinas a la economía probablemente no tendrán éxito. Y los economistas que se arriesguen a incursionar en este contrabando intelectual serán seguramente denunciados por los ortodoxos por estarse relacionando con colegas metodológicamente impuros. Pero visto el funesto estado de la ciencia funesta, la búsqueda de ideas útiles en otras áreas de las ciencias sociales para fortalecer el conocimiento económico no conlleva muchos riesgos. O, como dirían los economistas: en vista del pobre rendimiento de los actuales esfuerzos, el costo de oportunidad de disminuirlos no es alto. Lo que en castellano quiere decir: la cosa está tan mal que hay poco que perder si se buscan ideas en otro lado.