El diálogo político en Venezuela: ¿ingenuo o inevitable?
Andrea G
Moisés Naím / El País
Irán quiere que en Venezuela haya diálogo. “El caos no puede ser la solución a las discrepancias políticas en Venezuela”, dijo Abbas Mousavi, portavoz del Ministerio de Relaciones Exteriores de la República islámica. El Gobierno chino también ha expresado su esperanza de que “las partes en conflicto puedan resolver sus diferencias políticas a través del dialogo”. Al igual que Serguéi Lavrov, el ministro de Exteriores ruso, la ONU, e infinidad de otros países, organismos y personalidades.
Así es; todo el mundo quiere un diálogo político en Venezuela. “Todo el mundo” menos los venezolanos, que ya tienen dos décadas de experiencia “dialogando”. Primero participaron en diálogos con Hugo Chávez y luego con Nicolás Maduro.
¿El resultado? Todos los “diálogos” terminaron fortaleciendo al Gobierno y debilitando a la oposición.
Entre octubre de 2002 y mayo de 2003, por ejemplo, César Gaviria, el entonces secretario general de la Organización de Estados Americanos, (OEA) se dedicó casi a tiempo completo a propiciar en Caracas un diálogo entre el Gobierno de Hugo Chávez y las representantes de la oposición. El expresidente de EE UU Jimmy Carter también participó activamente. ¿El resultado? Mientras la oposición negociaba con el Gobierno y todos los medios de comunicación se concentraron en informar sobre “el diálogo”, el régimen cubano consolidó su influencia en Venezuela.
En 2014, el Gobierno de Maduro confrontó fuertes protestas callejeras protagonizadas, principalmente, por estudiantes. El Gobierno respondió con sus dos armas favoritas: represión y… diálogo. Esta vez el diálogo de marras tuvo lugar en el palacio presidencial, fue televisado y algunos líderes de la oposición pudieron ser oídos por el país. Maduro también invitó al cardenal Pietro Parolin como “testigo de buena fe” del diálogo. El cardenal había sido el enviado del Vaticano en Caracas durante cuatro años y el papa Francisco lo acababa de nombrar secretario de Estado, el cargo número dos en la Curia. ¿El resultado? Las protestas callejeras se acallaron, miles de estudiantes fueron arrestados, muchos de ellos, torturados y otros, asesinados. Leopoldo López, el líder político más popular de la oposición, fue encarcelado y condenado a 14 años de prisión. Maduro consolidó su poder.
Dos años después volvió a pasar lo mismo. Sintiéndose débil, Maduro convoca a un diálogo, esta vez en la Republica Dominicana. Fue un caos. Numerosas delegaciones, confusión, divisiones y muchas promesas. El mejor indicador del calibre de esa reunión es que contó con la activa mediación de José Luis Rodríguez Zapatero. No es de extrañar, entonces, que entre quienes se oponen al régimen de Maduro, el diálogo tenga mala fama. Hasta ahora, los diálogos solo han servido para fortalecer al Gobierno, dividir a la oposición y desactivar las protestas populares.
Lo ideal, por lo tanto, sería que no hiciesen falta ni diálogo, ni negociación. Sería fantástico que Maduro y sus secuaces pronto colapsen bajo el peso de su impopularidad, sus rencillas internas, la profundización de la crisis humanitaria, el descontento de grupos militares, la presión internacional, y la consolidación del Gobierno de Juan Guaidó. ¡Ojalá! Pero, como sabemos, a veces, lo ideal no es ni práctico ni realista. Es posible que la situación actual se prolongue y que la única forma de salir de Maduro, avanzar hacia elecciones no amañadas, y dar comienzo a nuevas políticas que atenúen las letales crisis que aniquilan a los venezolanos sea a través de acuerdos negociados entre la oposición y el régimen.
Compresiblemente, esta idea es repugnante para muchos. Pero, lamentablemente, también puede ser inevitable. Un prolongado statu quosignifica la muerte de decenas de miles de personas, más millones de refugiados venezolanos en otros países y la profundización de la crisis humanitaria.
La buena noticia es que las sociedades, y sus políticos, aprenden. La sociedad venezolana ya ha aprendido que, hasta ahora, los diálogos han sido una trampa y que no se pueden aceptar ingenuamente. La comunidad internacional democrática tampoco cree en Maduro y exige de su parte hechos concretos que contribuyan a reducir la justificada desconfianza que le tienen.
También es cierto que en los diálogos anteriores, la oposición estaba más débil y desorganizada, no contaba con el apoyo de 54 países y el régimen de Maduro no era tan vulnerable como lo es ahora. El aprendizaje social y la debilidad del régimen permiten que la oposición rehúse cualquier negociación si antes el régimen no da muestras de que tiene la intención de hacer concesiones importantes. Podría, por ejemplo, unilateralmente, y antes de comenzar cualquier diálogo o negociación, anunciar que adelanta la fecha de las elecciones presidenciales, o liberar a los presos políticos o permitir la entrada masiva de ayuda humanitaria.
De nuevo, esto tiene que ocurrir antes de que la oposición se siente a negociar con el régimen.
Suponer que Maduro y los suyos pueden participar en un diálogo sin mentir y sin intentar manipularlo puede ser ingenuo. Pero, quizás, más ingenuo aún es suponer que, en Venezuela, es posible evitar el diálogo político indefinidamente.