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Columnas

La antipolítica es un veneno

Andrea Guerra

Moisés Naím / El Pais

Estar en el poder —o cerca del mismo— siempre fue una ventaja para los candidatos en busca de votos. Ya no. Este 2024 fue el primer año en el cual el partido en el poder vio caer su porcentaje de votos en todas y cada una de las elecciones que se llevaron a cabo en los países desarrollados del mundo. Algo inaudito.

No se trata sencillamente del cambio pendular entre derechas e izquierdas que siempre ha marcado a las sociedades democráticas. Se trata de un cambio más profundo, en el cual cada vez más electores apoyan a partidos muy alejados de los consensos fundamentales que sustentan la estabilidad democrática. Se decantan por extremismos marcados no tanto por su tendencia ideológica sino por su rechazo visceral contra todos quienes hayan manejado —o manejan— el poder.

Se trata de la antipolítica: el desprecio generalizado no por este partido o aquel líder, sino por el sistema político como tal. Bajo la bandera de aquella pinta porteña —¡que se vayan todos!—, la antipolítica se convierte en un nihilismo politizado, una desconfianza férrea contra el poder que imposibilita la convivencia democrática.

Es un fenómeno global parecido a una pandemia política. En Europa, la extrema derecha ha pasado de ser un fenómeno marginal a ser una de las principales fuerzas políticas en Austria, Francia, Hungría, Italia, los Países Bajos, Polonia y Suecia. Figuras antisistema se han hecho con el poder en Argentina, Colombia, El Salvador y México.

El etnonacionalismo ha tomado el poder y socavado las instituciones democráticas en Israel, la India y Turquía. Hasta Canadá se apresta a elegir a un populista de derecha como primer ministro.

El analista norteamericano Martín Gurri describió claramente lo que venía en La rebelión del público, su libro de 2014. Gurri advertía que internet desestabilizaría las democracias de Occidente al visibilizar y energizar los descontentos que siempre habían existido en la sociedad. El resultado, advertía, sería una profunda crisis de autoridad producto de una esfera pública en la que todo el mundo está furioso con el Gobierno todo el tiempo, y mientras más extremo sea el discurso del outsider, más cala en el electorado.

Es así cómo debemos interpretar el triunfo político de Donald Trump. Lo que está pasando en Estados Unidos ocurre dentro de un contexto global en el que el más estridente siempre lleva la ventaja.

Martín Gurri argumenta que no es que la gente se haya enfadado repentinamente contra sus gobernantes, sino que las nuevas tecnologías digitales potencian la frustración que siempre ha existido y exacerban el conflicto. Además, en muchos casos, ya no hay vías de retorno al arreglo informativo de antaño. Antes, los pueblos solían aceptar pasivamente lo que las élites en control del Estado, del aparato informativo y de las fuerzas armadas decidían transmitirles. Ese mundo se fue y no volverá.

Lo que no ha desaparecido son las crecientes expectativas de los votantes. En todas partes estas están aumentando a una velocidad superior a la que crece la capacidad del Estado para satisfacerlas.

Así, los gobiernos se ven obligados a operar en sistemas políticos en los cuales cada vez hay más grupos y hasta líderes individuales que han adquirido la capacidad de bloquear las iniciativas de sus rivales. Estas vetocracias —como las llamó Francis Fukuyama— tienden a ser paralizantes, ya que actores políticos con poder de veto pueden bloquear las iniciativas de sus rivales a pesar de no contar con el poder necesario para imponer su propia agenda.

El resultado es el juego político estancado y un gran descontento de la población que se expresa a través del apoyo electoral a los candidatos que más agresivamente despotrican en contra del statu quo. En un mundo en el cual todo el que esté descontento tiene un megáfono, los electorados van dando tumbos ciegamente de extremo a extremo impulsados únicamente por el imperativo de adversar a quien gobierna.

Frente a estos desafíos, la respuesta no es abandonar la democracia, sino actualizarla. Las instituciones deben evolucionar para ser más transparentes, competentes y participativas, rompiendo las distancias entre gobernantes y gobernados. Iniciativas como los presupuestos participativos, los referéndums locales y las asambleas ciudadanas pueden acercar la toma de decisiones a la gente, reduciendo la brecha de desconfianza ante estos grupos. Al mismo tiempo, hay que fortalecer los mecanismos de control y equilibrio para garantizar que incluso los líderes más populistas respeten los principios democráticos. El descontento no se va a acabar, ni se va a callar, pero sí se puede canalizar para generar una manera más efectiva de gobernar. No va a ser fácil, pero hay que intentarlo.