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Columnas

Dinero mundial frente a política local

Andrea G

Moisés Naím / El País

La crisis de la Eurozona es la más reciente y furiosa manifestación del choque entre dos de las tendencias más importantes de nuestro tiempo; una muy antigua y otra muy nueva. La tendencia más antigua es que la política está definida por los intereses y pasiones locales. La nueva es que el dinero se ha hecho global. Este choque sacude a la economía y la política de Europa y sus efectos también son evidentes en otras regiones y países.

"La política es siempre local" es la conocida afirmación del político estadounidense Tip O'Neill. Y es verdad: el éxito de un político depende de su capacidad para captar cuáles son los intereses y preocupaciones más concretas de sus votantes y prometerles soluciones para sus problemas cotidianos. Son esos problemas locales, y hasta personales, y no las grandes pero intangibles ideas lo que más le importa a la mayoría de la gente. Pocos piensan más allá de sus fronteras a la hora de votar o decidir a qué político, partido o causa apoyar.

La frase de O'Neill sobre la política choca con otra igualmente común: "el dinero se ha hecho global". Basta apretar una tecla del ordenador para invertir o gastar en casi cualquier otro país a la velocidad de Internet.

Las cifras son extraordinarias: el mercado mundial de divisas es hoy ocho veces más grande de lo que era hace solo 20 años. En ese periodo, los montos destinados a la compra de empresas y activos físicos en otro país (la inversión extranjera directa) se multiplicó por cuatro, creciendo más rápidamente en los países pobres. Esta explosión del movimiento mundial del dinero es un arma de doble filo. Ha creado nuevas y abundantes fuentes de financiamiento y de empleo, y países como China (que atrajo 185.000 millones de inversión en 2010) o Brasil (48.000 millones) no hubiesen podido sacar a tanta gente de la pobreza como lo han hecho en la última década si no hubiese sido por la inversión extranjera.

Pero... el dinero es cobarde, despiadado y veloz. Como vemos ahora en Europa, cuando los inversionistas se asustan salen a tanta velocidad como entraron, dejando a los países tambaleando. Y también hay especuladores que apuestan a estas crisis y se lucran con ellas, contribuyendo así a desestabilizar economías y gobiernos. Pero los especuladores no crean las crisis; las aprovechan cuando los gobiernos permiten que sus economías se hagan vulnerables.

Pero si el dinero es mundial y la política es local, el comercio internacional es regional. Sorprendentemente, la globalización no ha llegado al comercio de manufacturas.

Los volúmenes de importaciones y exportaciones de productos manufacturados son mucho mayores dentro de una misma región que entre países que no son vecinos. Cuando se excluyen de las estadísticas las materias primas (petróleo, hierro, arroz, etc.), vemos que los europeos o los asiáticos comercian más entre sí que con otras regiones, y lo mismo vale para los americanos. Esto es muy relevante, puesto que las exportaciones de manufacturas son una importante fuente del empleo mejor remunerado.

Y, como sabemos, la fuerza laboral es casi inamovible. Los emigrantes solo constituyen un ínfimo tres por ciento de la humanidad. Y claro está, los impactos de la globalización sobre el empleo ocurren a través del comercio (cuando los productos locales son más caros que los importados) o de la inversión extranjera (cuando una fábrica se muda a un país con costes laborales más bajos). Y no hay nada que tenga mayor impacto concreto en la política local que un desempleado. O millones de ellos.

Como lo demuestran los eventos en Europa, la mezcla de la política local con el dinero global es tóxica. Cuando se le añade al cóctel el comercio regional y el empleo poco movible, su toxicidad es aún mayor. Lamentablemente, todavía no tenemos antídotos para el cóctel. Proteger a las economías de los vaivenes del dinero global suena tentador y ciertamente algo hay que hacer para atenuarlos. Pero es una tarea difícil, costosa y que fácilmente lleva a tomar decisiones que suenan bien pero hacen mal. "Globalizar" más la política, haciéndola menos local, es también un proyecto tan atractivo como difícil. Está claro que los políticos deben hacer mucho mejor la tarea de concienciar a sus electores de que lo que pasa fuera de las fronteras de su país -o ciudad- tiene consecuencias para lo que pasa dentro de sus hogares. En Europa este trabajo es ahora más fácil. Para millones de europeos, esta crisis se ha transformado en un acelerado y doloroso cursillo sobre los vínculos entre "el allá afuera y el aquí dentro".

A pesar de todos estos problemas, no tenemos alternativa: hay que globalizar más la política local y hacer más locales las finanzas globales. ¿Muy difícil? Claro que sí. ¿Indispensable? También.