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Columnas

La necrofilia ideológica

Andrea G

Moisés Naím / El País

La necrofilia es la atracción sexual por cadáveres. La necrofilia ideológica es el amor ciego por ideas muertas. Resulta que esta patología es más común en su vertiente política que en la sexual. Encienda su televisión esta noche y le apuesto que verá a algún político apasionadamente enamorado de ideas que ya han sido probadas y han fracasado. O defendiendo creencias cuya falsedad ha quedado demostrada con evidencias incontrovertibles.

Como todas, esta patología tiene casos más leves, y hasta cómicos, y otros más extremos y peligrosos. Tomemos a los seguidores de Mao, por ejemplo. "El comunismo es el sistema más completo, progresivo, revolucionario y racional en la historia de la humanidad... Solo el sistema ideológico y social comunista está lleno de juventud y vitalidad", escribía Mao Zedong en su célebre Libro Rojo. Durante más de medio siglo, la Revolución Cultural entusiasmó a millones de seguidores en todo el mundo. Ya conocemos los resultados. El Partido Comunista Chino emitió en 1981 su diagnóstico final sobre la gestión de Mao: "Cometió errores de enorme magnitud y larga duración (...) y lejos de hacer un análisis acertado de muchos problemas, confundió lo correcto con lo incorrecto y al pueblo con el enemigo. En esto se centra su tragedia". Unos 55 millones de chinos pagaron con su vida los "errores" de Mao. En vista de todo esto, cabría suponer que el maoísmo es una ideología muerta. Pues no.

Mientras China repudia a Mao y alcanza éxitos que él jamás imaginó, en otros países siguen surgiendo políticos que se enamoran con fervor suicida del maoísmo.

En Nepal, por ejemplo, hace tan solo dos años el Partido Maoísta consiguió los votos para tener gran peso en el Parlamento y llegó a controlar temporalmente el poder. En India, a finales de 2004, se anunció la creación del Partido Comunista (maoísta) como resultado de la fusión de tres agrupaciones políticas con un objetivo común: derrocar al Gobierno. Con presencia en 20 de los 28 Estados indios y el control de zonas ricas en minerales, donde la extorsión a las empresas les brinda 300 millones de dólares al año, los maoístas se han convertido en una importante fuerza política y militar. Manmohan Singh, el primer ministro, los considera "la principal amenaza para la seguridad interna". En Perú, Sendero Luminoso, otro movimiento maoísta que le costó a ese país decenas de miles de muertos y que se creía extinguido, ha vuelto a reaparecer de la mano de los traficantes de cocaína.

Pero no es solo el maoísmo. Hay líderes que veneran ideas económicas que ya se probaron en sus propios países, con trágicas secuelas de atraso, miseria y corrupción. En Bolivia, Ecuador, Nicaragua y Venezuela, por ejemplo, es sabido que los funcionarios bien formados y capaces de desempeñar su trabajo con eficiencia y honestidad son muy escasos. Sin embargo, los presidentes de esos países están enamorados de un modelo que supone la existencia de una superabundancia de empleados públicos probos y competentes. Y cada vez que nacionalizan empresas, las ponen en manos de burócratas que no tienen ni la más remota idea de cómo gestionarlas y que las acaban haciendo naufragar, alimentando el círculo de destrucción de riqueza y pobreza crónica. Su amor por las ideas muertas es más poderoso que las pruebas que les llegan a diario de cómo ese amor le está haciendo daño a su país.

La necrofilia ideológica no solo afecta a las izquierdas. También es fácil encontrarla entre los fundamentalistas del libre mercado. Ni siquiera el cataclismo económico que estamos viviendo les hace cuestionar su convicción de que los mercados son eficientes, tienden naturalmente al equilibrio y que, por ello, la intervención de los Gobiernos para estabilizar las economías es innecesaria o contraproducente. O que los bancos pueden autorregularse y no requieren de mayor control estatal o que, por sí solo, el mercado generará los incentivos necesarios para proteger el medio ambiente.

La economía no es el único terreno fértil para la necrofilia ideológica. Basta recordar a los políticos que niegan la validez de la teoría de la evolución biológica y luchan por limitar la enseñanza del darwinismo en las escuelas, o a los defensores de la mutilación genital femenina o del uso del burka para apreciar cuán esparcida e intensa es la pasión por ciertas malas ideas.

El amor es ciego y el amor por ideologías que además ayudan a mantenerse en el poder no es solo ciego, sino también muy conveniente. En el fondo, los necrófilos políticos aman más el poder que las ideas con las que manipulan a sus ingenuos seguidores.