La gran conspiración
Andrea G
Moisés Naím / El País
Vladímir Putin, Recep Tayyip Erdogan, Bachar el Asad, Nicolás Maduro y Robert Mugabe la han denunciado: una gran conspiración internacional está en marcha. Según ellos, quienes protestan en las calles de Kiev, Estambul, Alepo, Caracas y Harare son, en realidad, mercenarios apátridas al servicio de oscuros intereses foráneos. O tontos útiles manipulados por esas mismas fuerzas. ¿Y quién, de acuerdo a estos autócratas, está detrás de esta funesta conspiración planetaria? Las democracias occidentales.
Seguramente, Putin, Erdogan, Mugabe y los demás suponen que hay todo tipo de esfuerzos secretos para desestabilizarlos o incluso sacarlos del poder. Pero lo más curioso es que los líderes autoritarios parecen temerle tanto o más a las organizaciones internacionales que actúan abiertamente y de manera muy pública. Son las fundaciones filantrópicas y los activistas que promueven la democracia, documentan las violaciones a los derechos humanos u observan elecciones para detectar y denunciar trampas. Para los gobiernos propensos a socavar la democracia, encarcelar opositores, perseguir periodistas y trampear elecciones, los nobles objetivos de estas organizaciones son una hipócrita máscara que oculta su verdadera misión desestabilizadora. Por eso las prohíben o les hacen la vida imposible.
Antes de continuar creo importante indicar que formo parte del directorio de dos de ellas: el National Endowment for Democracy (NED) —Fondo Nacional para la Democracia— y la Open Society Foundation (OSF) —Fundación para la Sociedad Abierta— y que no percibo remuneración alguna por estas actividades. Ambas financian a organizaciones en casi todo el mundo que luchan en favor de la democracia y los derechos humanos. Inevitablemente, las dos son blanco de constantes ataques y denuncias por parte de gobiernos autoritarios y de quienes simpatizan con ellos. Sobra decir que ni estas dos organizaciones ni yo recibimos instrucciones ni estamos al servicio de gobierno alguno. Y también está demás anticipar que quienes creen en “la gran conspiración” jamás van a aceptar que lo que acabo de afirmar sea cierto.
La razón por la que menciono todo esto es que mi vínculo con estos organismos me ha permitido ser sido testigo directo de los esfuerzos que hacen las autoridades para acallar, reprimir o neutralizar a quienes luchan por la democracia en países donde no existe o es muy imperfecta. Los medios de los que se valen son muchos y variados. El más eficaz, sin embargo, es el control que muchos de estos gobiernos ejercen sobre el poder legislativo y el judicial. Es frecuente, por ejemplo, toparse con leyes que prohíben o dificultan que las organizaciones no gubernamentales reciban fondos de instituciones extranjeras. Según los investigadores Darin Christensen y Jeremy Weinstein, en 12 países se prohíbe y en 39 se restringe la financiación externa de las ONG. La ironía es que en muchas de estas naciones que limitan las subvenciones para grupos que luchan por la democracia, es común que los gobernantes de turno gocen del apoyo monetario de oligarcas, carteles criminales y otras fuentes inconfesables de dinero y recursos. Además, la desproporción de las cifras en juego es espeluznante: el presupuesto de un año de muchas ONG es lo que puede gastar un oligarca o un cartel criminal en una noche de fiesta para su político favorito. Y mientras que las operaciones de organizaciones internacionales como NED y OSF son totalmente transparentes y abiertas al escrutinio público, la financiación de los políticos progubernamentales en países como Rusia, Turquía, o Venezuela es muy opaco.
Y cuando no son las leyes, son los jueces. Un tribunal egipcio sentenció con penas de cárcel de hasta cinco años a 43 miembros extranjeros de ONG que trabajaban impulsando la democracia en ese país. En Ecuador, el Supremo impuso una multa de 40 millones de dólares al diario El Universo por una demanda por injurias interpuesta por el presidente Rafael Correa.
Otro método es impedir la entrada de los enviados de las ONG para observar elecciones, documentar torturas o investigar la corrupción. Y, por si fuera poco, siempre quedan las arengas nacionalistas. Acusar a organizaciones locales que se ocupan de la vigilancia electoral o la defensa de presos políticos de ser agentes de potencias extranjeras es tan común en Malasia como en Rusia, en Bangladesh y Venezuela.
En el estudio más amplio que se ha hecho sobre todo esto, Thomas Carothers y Saskia Brechenmacher concluyen que el impacto de estos esfuerzos para asfixiar a las ONG ha sido significativo, lo cual no es una sorpresa. La sorpresa es su otra conclusión: a pesar de todo lo que hacen los gobiernos autoritarios para neutralizar a la sociedad civil organizada, en más de la mitad de los 100 países que ellos analizaron es aún posible ayudar desde afuera a quienes luchan por la libertad.