El suicidio de Venezuela: Lecciones de un estado fallido
Andrea G
Moisés Naím y Francisco Toro / Foreign Affairs
Examinemos estos dos países latinoamericanos. El primero es una de las democracias más antiguas y estables de la región. Tiene una red de protección social más robusta que la de sus vecinos. Sus esfuerzos por ofrecer salud y educación universitaria gratuita a todos sus ciudadanos comienzan a dar resultados. Es un ejemplo de movilidad social y un verdadero imán para inmigrantes de toda Latinoamérica y Europa. Se respira libertad en los medios y en los partidos políticos quienes cada cinco años compiten ferozmente durante las elecciones y el poder cambia de manos regular y pacíficamente. Este país logró esquivar la ola de dictaduras militares que azotó a la mayoría de sus vecinos latinoamericanos. Su alianza política con los Estados Unidos es de larga data. Gracias a sus profundos vínculos comerciales y de inversión, numerosas multinacionales de Europa, Japón y EEUU lo escogieron como su base de operaciones para América Latina. Además, posee la mejor infraestructura de Sudamérica. Ciertamente, está muy lejos de ser un país que ha erradicado las plagas que azotan a los países pobres. Sufre de fuertes dosis de pobreza, corrupción, injusticia social, ineficiencia y debilidad institucional. Aun así, bajo cualquier criterio con el que se le mida, le lleva enorme ventaja a casi todos los países en desarrollo.
El segundo país es una de las naciones más empobrecidas de América Latina y la dictadura más reciente de la región. La mayoría de sus escuelas y universidades han colapsado. Su sistema de salud está en el olvido tras décadas de desidia, corrupción y falta de inversión; el paludismo y el sarampión, entre otras enfermedades que hacía tiempo habían sido derrotadas, regresaron por la revancha. La gran mayoría de la población no tiene suficiente comida y ha perdido peso muy rápidamente; sólo una pequeña élite come tres veces al día. Los servicios públicos (agua, electricidad, transporte, comunicaciones) son precarios o inexistentes. Su violencia epidémica lo coloca entre los países con la tasa más alta de homicidios del mundo. Tal es la catástrofe, que millones de sus ciudadanos huyen a otros países, lo que se traduce en la más intensa ola de refugiados que se haya visto en América Latina. Se respira opresión: las detenciones arbitrarias son normales y la tortura común. Ningún otro gobierno (con la excepción de otras dictaduras) reconoce sus farsas electorales. Los pocos medios de comunicación que aún no están bajo el control directo del Estado, se autocensuran por temor a represalias. Para fines de 2018, su economía habrá batido récords: la mayor inflación del mundo y una contracción de cincuenta por ciento en sólo cinco años. Es un verdadero paraíso global para el tráfico de drogas. Los Estados Unidos, la Unión Europea y otros países latinoamericanos han acusado y sancionado a la cúpula en el poder—del presidente para abajo, funcionarios, militares, sus testaferros y sus familiares—, por sus vínculos con las mafias del narcotráfico. El principal aeropuerto está casi siempre desierto y las pocas aerolíneas que aún conectan al país con el resto del mundo transportan sólo unos escasos pasajeros que deben pagar precios exorbitantes. Un país antes integrado al mundo es ahora el país mas internacionalmente aislado de América Latina.
Estos dos países son, de hecho, uno solo, Venezuela, en dos momentos diferentes: a principios de los años 70 y hoy. La transformación de Venezuela ha sido tan radical, tan completa y tan devastadora que es difícil aceptar que no fue el resultado de una guerra. ¿Qué le pasó a Venezuela? ¿Cómo es posible que las cosas le salieran tan mal?
En una palabra: el chavismo. Bajo el mando de Hugo Chávez y de su sucesor, Nicolás Maduro, el país ha sufrido una mezcla tóxica de políticas públicas devastadoras, autoritarismo y corrupción a gran escala. Todo esto bajo una influencia cubana tan amplia y profunda que, en la práctica, luce como una ocupación. Cualquiera de estos elementos habría creado por sí solo una grave crisis. Al juntarse, configuran una tragedia. Hoy, Venezuela es un país pobre, un estado fallido y mafioso, dirigido por un autócrata tutelado por una potencia extranjera: Cuba.
EL CHAVISMO EN EL PODER
Para muchos observadores la explicación de la crisis venezolana es simple: el socialismo impuesto por Chávez y sus asesores cubanos es la causa de la debacle. Pero si esa es la causa, ¿por qué Argentina, Brasil, Chile, Ecuador, Nicaragua y Uruguay, países que también tuvieron gobiernos socialistas en los últimos 20 años, no han colapsado? Cada uno de ellos ha padecido consecuencias políticas y económicas negativas, pero ninguno—con la excepción de Nicaragua—, sufrió una crisis tan demoledora como la de Venezuela. De hecho, algunos hasta han prosperado.
Si el socialismo no es el culpable del fracaso venezolano, entonces podríamos achacar el problema al petróleo. Efectivamente, la etapa más aciaga de la crisis coincidió con la fuerte caída de los precios internacionales del crudo a partir de 2014. Pero todos los petroestados del mundo sufrieron serios shocks económicos externos ese mismo año, cuando sus ingresos por exportaciones de hidrocarburos cayeron drásticamente. Sin embargo, Venezuela fue el único que colapsó de manera catastrófica, de modo que esta explicación tampoco es satisfactoria.
En realidad, la decadencia del país comenzó hace cuatro décadas, no hace cuatro años. Para 2003, en Venezuela el PIB por trabajador ya había descendido un 37 por ciento con respecto a su punto más alto en 1978. Esta caída en los ingresos generó las condiciones sociales y políticas de un caldo de cultivo que Chávez supo aprovechar muy bien para llegar al poder.
Pero las causas del fracaso de Venezuela tienen raíces más antiguas y profundas. Varias décadas de gradual descalabro económico le abrieron el camino a un demagogo carismático que, inspirado por una ensalada de malas ideas, consiguió instaurar una autocracia corrupta, controlada por la dictadura cubana. Y, si bien es cierto que muchos elementos de la crisis actual anteceden a la llegada de Chávez al poder, cualquier intento por explicarla debe centrarse en su legado y en la influencia cubana.
Hugo Chávez nació en 1954 en una familia de clase media baja, en un pueblo rural. Ingresó a la Academia militar gracias a una beca como jugador de béisbol y, muy pronto, fue secretamente reclutado por un pequeño movimiento izquierdista que pasó más de una década conspirando para derrocar al régimen democrático. Chávez, entonces teniente coronel, se hizo figura pública el 4 de febrero de 1992, cuando encabezó un golpe de estado fallido. Su desventura lo llevó a la cárcel, pero también lo convirtió en un improbable héroe popular, que encarnabala creciente frustración generada por una década de estancamiento económico. Después de ser indultado, se lanzó en 1998 como outsider a una campaña presidencial en la cual la apatía, la antipolítica, la mediocridad de los políticos de turno y la miopía de empresarios e intelectuales le permitió llegar a la presidencia. Derrotado el sistema bipartidista que había anclado la democracia venezolana durante 40 años, Chávez tuvo carta blanca para imponer su visión a una Venezuela harta de los políticos de siempre.
¿Cuál fue el detonante de la explosión de furia populista que llevó a Chávez al poder? La decepción. El desempeño económico estelar que Venezuela había experimentado por cinco décadas hasta los años 70 perdió ímpetu. El camino para acceder a la clase media se hacía cada vez más estrecho. Como lo observaron los economistas Ricardo Hausmann y Francisco Rodríguez: “Para 1970, Venezuela se había convertido en el país más rico de América Latina y uno de los veinte países más ricos del mundo, con un PIB per cápita más elevado que el de España, Grecia e Israel y sólo inferior en 13 por ciento al del Reino Unido”.
Pero para principios de los años 80, otro shock petrolero desestabilizó la economía y con ello la política. Un menor ingreso petrolero condujo a recortes en el gasto público, reducciones en los programas sociales, la devaluación monetaria, una inflación galopante, una crisis bancaria y al aumento del desempleo y de la penuria para los pobres. Aun así, la ventaja alcanzada por Venezuela con respecto a otros países de la región fue tal que, cuando Chávez fue electo, el ingreso per cápita era sólo superado por el de Argentina.
Otra explicación común para el ascenso de Chávez al poder es que representó una reacción de los electores ante la desigualdad económica generada por la corrupción imperante. Sin embargo, cuando Chávez llegó al poder, el ingreso estaba distribuido más equitativamente en Venezuela que en cualquier otro país de la región. Si la inequidad fuese tan determinante de los resultados electorales, un candidato como Chávez habría debido surgir antes en Brasil, Chile o Colombia, donde los índices de desigualdad económica eran más altos que los de Venezuela.
Puede que Venezuela no estuviera colapsando en 1998, pero estaba estancada y, en algunos aspectos, en regresión. Los precios del petróleo se habían derrumbado a apenas US$ 11 por barril, lo que dio pie, una vez más, a una nueva ronda de austeridad. El descontento popular abrió grandes oportunidades para Chávez y él supo explotarlas como ningún otro político venezolano lo había hecho. Sus elocuentes denuncias de la desigualdad, la exclusión, la pobreza, la corrupción y la anquilosada élite política tuvieron éxito entre los votantes, que veían su poder adquisitivo disminuido y sentían nostalgia de una época más próspera. La inepta y paralizada élite política y económica tradicional, nunca tuvo el nivel de resonancia con el pueblo que alcanzó el joven y simpático teniente coronel.
Los venezolanos apostaron a Chávez. Lo que obtuvieron fue no sólo un outsider decidido a arrasar con el status quo, sino también un líder que rápidamente se transformó en ícono izquierdista latinoamericano, con seguidores en el mundo entero. Chávez se convirtió en la nota discordante y en la atracción principal de las cumbres globales, así como en líder de la ola global de sentimiento anti-americano, que habia recrudecido debido a las decisiones del Presidente George W. Bush y, especialmente, su invasión a Irak.
La vocación militar de Chávez y su carácter lo llevaban a concentrar el poder y a tener una profunda intolerancia hacia quienes disentían de su opinión. Así, fue neutralizando no sólo a los dirigentes opositores, sino también a sus propios aliados políticos cuando éstos se atrevían a cuestionar sus decisiones. Muy pronto, sus colaboradores se dieron cuenta de cómo debían actuar para sobrevivir en el entorno del presidente: guardarse las críticas y apoyar sin discusión sus decisiones. Desaparecieron entonces los debates sobre las políticas a seguir y el presidente se dedicó a implementar una agenda radical, con poca reflexión y sin mayor discusión. Y con mucha influencia de Fidel Castro y sus agentes.
En 2001, sin consulta previa ni debate alguno, Chávez promulgó un decreto-ley sobre reforma agraria—la Ley de Tierras—una pequeña muestra de lo que vendría. Expropió extensas haciendas comerciales y las entregó a cooperativas de campesinos que carecían de conocimientos técnicos, de competencias gerenciales y de acceso al capital que les permitiera seguir produciendo a escala industrial. La producción de alimentos colapsó. Sector tras sector, el gobierno de Chávez aplicó políticas autodestructivas parecidas. Sin ofrecer compensación alguna, expropió empresas mixtas petroleras con participación extranjera y nombró como gerentes a sus seguidores políticos que no tenían la capacitación técnica necesaria para dirigirlas. Nacionalizó las empresas de servicios, incluyendo el principal operador de telecomunicaciones del país, y dejó a Venezuela sumida en una escasez crónica de agua y electricidad y con una de las conexiones a Internet más lentas del mundo. Incautó compañías de acero, lo que provocó la caída de la producción de 480.000 toneladas métricas mensuales, antes de la nacionalización en 2008, a prácticamente cero hoy en día. La confiscación de compañías de aluminio, empresas mineras, hoteles y aerolíneas tuvo resultados idénticos. Ninguna de las empresas expropiadas por el gobierno aumentó su producción. Absolutamente todas la disminuyeron y la gran mayoría dejó de funcionar.
Los gerentes designados por el gobierno saquearon las compañías expropiadas una tras otra y llenaron las nóminas con seguidores y amigos del presidente y su familia. Cuando, inevitablemente, se topaban con problemas financieros, apelaban al gobierno, siempre dispuesto a rescatarlos. En 2004, los precios del petróleo habían aumentado de nuevo y llenado las arcas del estado de petrodólares que Chávez gastaba sin restricciones, controles, ni rendición de cuentas. Seguidamente, empezaron los préstamos fáciles provenientes de China, cuyos lideres estaban encantados de otorgarle créditos a Venezuela, a cambio de un suministro garantizado de petróleo a largo plazo y a buenos precios. Dependiendo de la importación de todo lo que no podía producir la devastada economía venezolana y mediante créditos que fueron mayormente usados para financiar un fuerte—y muy aplaudido—aumento del consumo, Chávez pudo proteger temporalmente al público del impacto de sus desastrosas políticas y seguir gozando de una amplia popularidad.
Pero no todo el mundo estaba convencido. Los trabajadores de la industria petrolera estuvieron entre los primeros en hacer sonar la alarma ante las tendencias autoritarias de Chávez. Fueron a la huelga en 2002 y 2003, para exigir una nueva elección presidencial. En respuesta a estas protestas, Chávez despidió a casi la mitad de la fuerza laboral de la compañía petrolera estatal e impuso un complejo régimen de control de cambio. El sistema para obtener las divisas necesaria para importar o para viajar se convirtió en un sumidero de corrupción cuando los acólitos del régimen se dieron cuenta de que comprarle divisas al gobierno, a la tasa de cambio oficial, y venderlas inmediatamente, a la tasa del mercado negro, podía rendirles inimaginables fortunas de la noche a la mañana. Este fraude, a través del arbitraje cambiario, creó una de las élites corruptas auspiciadas y protegidas por el gobierno más ricas del mundo. A medida que esta cleptocracia iba perfeccionando el arte de desviar los ingresos de la renta petrolera hacia sus propios bolsillos, los estantes de los supermercados venezolanos se iban vaciando.
Estos resultados eran tristemente predecibles—y fueron mil veces pronosticados. Pero mientras más fuerte hicieron sonar la alarma los expertos locales e internacionales, más se empecinaba el gobierno en su agenda. Para Chávez, las advertencias de los tecnócratas eran señal de que la revolución iba por buen camino. “Ladran, Sancho, pues avanzamos,” decía, citando a Cervantes.
CHAVEZ TRANSFIERE EL PODER
En 2011, Chávez fue diagnosticado con cáncer. Los mejores oncólogos de Brasil y los Estados Unidos ofrecieron atenderlo. Pero él prefirió ponerse en manos de Cuba, el país en el cual confiaba no sólo para su tratamiento, sino también para garantizar la discreción en torno a su condición física. A medida que progresaba su enfermedad, también aumentaba su dependencia de La Habana y se ahondaba el misterio que rodeaba su estado de salud. El 8 de diciembre de 2012, un Chávez muy debilitado apareció por última vez en televisión para pedirle a los venezolanos que eligieran como su sucesor a Nicolás Maduro, el entonces Vicepresidente. Durante los siguientes tres meses, Venezuela fue gobernada espectralmente y por control remoto: de La Habana emanaban decretos con la firma de Chávez, pero nadie lo había visto y muchos especulaban que había muerto. Cuando se anunció finalmente su muerte, el 5 de marzo del 2013, lo único que quedó claro en medio de un ambiente de secretos, mentiras y ocultamientos, fue que el próximo presidente de Venezuela continuaría la tradición de la influencia cubana.
Hacía tiempo que Chávez consideraba a Cuba como un modelo de revolución a seguir y, en momentos críticos, siempre acudía al presidente Fidel Castro para pedirle consejo. A cambio, Venezuela le enviaba petróleo: la ayuda energética a Cuba (bajo la forma de 115.000 barriles diarios, vendidos a crédito y con descuentos sustanciales) alcanzaba los US$ 1.000 millones al año para La Habana. La relación entre Cuba y Venezuela se convirtió en algo más que una alianza. Había sido, como lo decía el mismo Chávez, una “fusión de dos revoluciones” (en la que extrañamente, Cuba, el socio dominante de la alianza es más pobre y pequeño, pero tiene tanta experiencia y superioridad de competencias que domina la relación). Cuba tiene como prioridad minimizar la visibilidad pública de su presencia: la mayoría de las consultas se llevan a cabo en La Habana y no en Caracas y sus funcionarios en Caracas son expertos operando en las sombras.
Gran parte de los venezolanos—incluyendo muchos líderes de la oposición—, tardaron años en darse cuenta de la importancia que tenía esta influencia cubana. Para el resto del mundo este fenómeno también era invisible.
El dirigente ungido por Chávez para sucederle había dedicado su vida a la causa del comunismo cubano. De adolescente, Maduro se afilió a un partido extremista marxista pro-cubano en Caracas. A los 24 años, en lugar de ir a la universidad, fue a formarse a la escuela para cuadros internacionales de Cuba y convertirse en un revolucionario profesional. Como Ministro de Relaciones Exteriores de Chávez, de 2006 a 2013, raras veces llamó la atención hacia sí mismo: sólo su inquebrantable lealtad hacia Chávez—y Cuba—propulsaron su ascenso a la cumbre del poder. Bajo su liderazgo, la influencia de Cuba en Venezuela se arraigó aun más. Llenó los cargos clave de la administración pública con activistas entrenados por organizaciones cubanas y funcionarios del gobierno cubano pasaron a asumir responsabilidades de carácter confidencial en el seno del estado venezolano. Los reportes diarios de inteligencia que informan a Maduro, por ejemplo, son producidos no por venezolanos, sino por funcionarios de seguridad cubanos.
Con el asesoramiento de los cubanos, Maduro ha restringido drásticamente las libertades económicas y ha borrado toda huella de liberalismo que podía quedar en la política y las instituciones del país. Ha continuado y ampliado la práctica de Chávez de encarcelar, exilar o expulsar de la vida política a aquellos dirigentes que se hacían demasiado populares o difíciles de cooptar. Julio Borges, diputado y dirigente clave de la oposición, huyó al exilio para evitar ser encarcelado mientras que Leopoldo López, el líder más carismático de quienes se oponen al régimen, se alterna entre la cárcel militar y el arresto domiciliario. María Corina Machado, otra figura prominente de la oposición, ha sido asaltada físicamente en repetidas ocasiones. Más de 100 presos políticos permanecen en las cárceles y las denuncias de tortura son frecuentes. Las elecciones que se dan de vez en cuando se han convertido en una farsa y el gobierno ha despojado de todo poder a la Asamblea Nacional, elegida legítimamente y controlada por la oposición. Maduro ha reforzado las alianzas de Venezuela con diversos regímenes anti-americanos y anti-occidentales. Ahora es Rusia la que le provee de armamento, seguridad cibernética y la asesoría y administración de su industria petrolera; China ofrece el financiamiento y la infraestructura; Bielorrusia está para la construcción de viviendas; e Irán para la producción de automóviles.
Al romper con los últimos vínculos de las alianzas tradicionales de Venezuela con los Estados Unidos, Europa y otras democracias latinoamericanas, Maduro perdió el acceso a las fuentes tradicionales de asesoría económica experta. Rechazó el consenso de los economistas de todas las tendencias políticas: aunque le habían advertido infinitas veces de su explosivo potencial inflacionario, Maduro prefirió confiar en los consejos de Cuba y de asesores políticos marxistas radicales, quienes le aseguraron que financiar sus déficits presupuestarios imprimiendo dinero no tendría consecuencia alguna. Inevitablemente, esta política causó una demoledora hiperinflación.
La fatal combinación de la influencia cubana y una corrupción desenfrenada con el desmantelamiento de los mecanismos de control y salvaguardia, junto a la más crasa incompetencia, han mantenido a Venezuela atada a políticas económicas catastróficas. A medida que las tasas mensuales de inflación superan los tres dígitos, el gobierno improvisa respuestas que no hacen sino empeorar aun más la situación.
ANATOMÍA DE UN COLAPSO
Países como Noruega, el Reino Unido y los Estados Unidos, ya eran democracias liberales antes de convertirse en productores de petróleo. Las autocracias que han descubierto riquezas de esta industria, como Angola, Brunei, Irán y Rusia, no han logrado dar el salto a la democracia liberal. Durante cuatro décadas, Venezuela parecía haber vencido milagrosamente ese destino: logró democratizarse y apuntar al liberalismo a partir de 1958, décadas después de haber descubierto el petróleo.
Pero las raíces de la democracia liberal venezolana resultaron ser poco profundas. Dos décadas de políticas económicas mal llevadas diezmaron la popularidad de los partidos tradicionales y un demagogo carismático, cabalgando la ola de un boom petrolero, no perdió la oportunidad de aprovecharse de la situación. Bajo estas inusuales condiciones, logró barrer en pocos años toda la estructura de control y contrapesos democráticos.
Al concluir el boom de los precios del petroleo en 2014, Venezuela no sólo se quedó sin los ingresos de los cuales dependía la popularidad y la influencia internacional de Chávez, también perdió el acceso a los mercados crediticios del mundo. Esto dejó al país doblemente expuesto: no sólo tenía menos petrodólares, sino que debía dedicar una mayor proporción de sus menguados ingresos a pagar la gigantesca deuda contraída durante el boom. Venezuela terminó con la estructura política típica de las autocracias que descubren petróleo: una oligarquía depredadora, extractiva, que ignora los sufrimientos del pueblo, pero que mantiene contenta a una élite militar, dispuesta a reprimir violentamente a sus compatriotas cuando protestan.
La crisis resultante se está transformando en el peor desastre humanitario del Hemisferio Occidental. Las cifras exactas del colapso del PIB son difíciles de obtener, pero los economistas estiman que excede la caída del 40 por ciento del PIB de Siria desde el 2012, que fue producto de su devastadora guerra civil. La hiperinflación, que ya supera un millón por ciento anual, ha llevado al 61 por ciento de los venezolanos a la pobreza extrema. Un 89 por ciento de los encuestados afirma que no tenía dinero para comprar suficiente comida para sus familias y un 64 por ciento señala que había perdido un promedio de 11 kilogramos (alrededor de 24 libras) en peso corporal, debido al hambre. Cerca de diez por ciento de la población—2.6 millones de venezolanos—ha huido a países vecinos.
El Estado venezolano ha dejado de proveer casi todos los servicios públicos fundamentales, como salud, educación y seguridad ciudadana. Lo único que los venezolanos pueden esperar en forma consistente de parte del Estado es su implacable violencia represiva. Ante las protestas masivas de 2014 y 2017, el gobierno respondió con miles de arrestos, palizas brutales, torturas y el asesinato de más de 130 manifestantes. Para finales del 2018 los reportes de torturas sistemáticas a militares que se oponen al gobierno son comunes.
Mientras tanto, la criminalización del país ha ido aumentando—ya no sólo porque los criminales logran evadir las fuerzas policiales o porque actúan en complicidad con ellas—, sino porque el estado se ha transformado en el principal protagonista de la actividad económica criminal. El tráfico de drogas se ha posicionado, junto con el petróleo y la manipulación del mercado de divisas, como fuente clave de ganancias mal habidas para la élite gobernante. Funcionarios de alto nivel, e incluso miembros de la familia presidencial, han sido implicados en casos de narcotráfico en los Estados Unidos. Una pequeña élite bien conectada ha robado al erario público en proporciones sin precedentes. En agosto, varios empresarios cercanos al régimen fueron acusados en tribunales federales de los Estados Unidos del lavado de más de US$ 1.2 mil millones en fondos ilegalmente obtenidos—y ésta es sólo una en la vertiginosa variedad de estafas que constituyen parte del saqueo de Venezuela. Todo el sureste del país se ha convertido en un gran campo de minería ilegal, donde gente desesperada por el hambre, que ha dejado las ciudades, ha llegado a probar suerte en peligrosas minas manejadas por bandas criminales que operan bajo protección militar. Dentro de las cárceles, bandas criminales trabajan de la mano con las fuerzas de seguridad oficiales y dirigen lucrativas operaciones de extorsión que los han convertido en las autoridades civiles de facto a todo lo largo del país. La Oficina Nacional del Tesoro, el Banco Central y la compañía petrolera nacional se han transformado en laboratorios donde se conciben complicados crímenes financieros. Con el colapso de la economía de Venezuela, la frontera que separa el estado del crimen organizado ha desaparecido.
EL DILEMA VENEZOLANO
Cuando el Presidente, Donald Trump, se reúne con algún dirigente latinoamericano, suele insistirle que la región debe hacer algo frente a la crisis venezolana. Trump le ha pedido a su equipo de seguridad nacional que busque alternativas “fuertes”, y llegó a declarar en una oportunidad que existían “numerosas opciones” para Venezuela y que él “no descartaba la opción militar”. El Senador republicano Marco Rubio de Florida también ha coqueteado con la respuesta militar. Sin embargo, el Secretario de Defensa James Mattis, se hizo eco de un sentimiento común en el aparato de seguridad norteamericano declarando públicamente que “la crisis venezolana no es un asunto militar”. Todos los países vecinos han manifestado su oposición a un ataque armado contra Venezuela.
Y con razón. Las fantasías de Trump sobre una invasión militar son profundamente erradas y extremadamente peligrosas. Aunque un ataque militar dirigido por los EEUU seguramente podría derrocar a Maduro sin dificultades, cualquier intervención apoyada en la fuerza militar debería ser parte de un plan y no un evento aislado. Requiere organización, apoyos internacionales reales y no retoricos, y un plan de lo que pasaría en los días y meses posteriores a la caída del gobierno. Una de las mas difíciles decisiones es quién gobernaría a Venezuela despues de Maduro. Como ya hemos dicho la oposición ha sido diezmada por sus conflictos internos y por la efectividad de los agentes cubanos para neutralizar a cualquiera que se destaque como líder.
Sin embargo, los Estados Unidos continuarán bajo presión para encontrar alguna manera de contener el colapso de Venezuela. Hasta ahora, las iniciativas propuestas sólo han servido para resaltar el hecho que, en realidad, es poco lo que Estados Unidos puede hacer. Durante la administración de Obama, los diplomáticos estadounidenses trataron de abordar directamente al régimen. Pero las negociaciones fueron infructuosas. Maduro utilizó estos acercamientos bajo mediación internacional para neutralizar las protestas callejeras: los dirigentes suspendían las manifestaciones para darle un chance al diálogo, pero los negociadores chavistas sólo presentaban evasivas y otorgaban concesiones mínimas, diseñadas para dividir a sus opositores, mientras ellos mismos se preparaban para la próxima ola represiva. Los Estados Unidos y los países vecinos parecen haber entendido al fin que, tal como están las cosas, el diálogo juega a favor de Maduro.
Algunos han sugerido utilizar sanciones económicas severas para presionar a Maduro e instarle a que renuncie. Los Estados Unidos ya lo ha intentado. Aprobaron varias rondas de sanciones, tanto bajo la administración de Obama, como bajo la de Trump, para impedir que el régimen adquiriera nuevas deudas y para obstaculizar las operaciones financieras de la petrolera estatal. Junto con Canadá y la Unión Europea, Washington también aplicó sanciones contra funcionarios específicos del régimen, al congelar sus bienes en el exterior e imponerles restricciones de viaje. Pero tales medidas son redundantes: si la tarea consiste en destruir la economía de Venezuela, ningún conjunto de sanciones podrá ser más eficaz que las que le ha propinado al país el propio régimen. Lo mismo se puede aplicar a un posible bloqueo petrolero: la producción de petróleo ya está en caída libre. En la Venezuela de hoy es difícil conseguir gasolina.
Washington puede enfocar su estrategia política en otras áreas. Estados Unidos puede tender una red más amplia contra la corrupción, e impedir no sólo a los funcionarios deshonestos, sino también a sus testaferros y familiares, disfrutar de los frutos de la corrupción, del tráfico de droga y de la malversación. También sería útil ampliar el existente embargo norteamericano de armamento y convertirlo en uno global.
Después de un largo período de vacilaciones, el resto de los países latinoamericanos han comprendido al fin que la inestabilidad de Venezuela se desbordará inevitablemente por sus fronteras.
A medida que retrocede la “ola rosa” de centro izquierda de los primeros años de este siglo, un nuevo grupo de dirigentes más conservadores en Argentina, Brasil, Chile, Colombia y Perú ha inclinado la balanza contra la dictadura de Venezuela, pero la falta de opciones factibles también los limita. La diplomacia tradicional no ha funcionado e incluso ha sido contraproducente. Por ejemplo, en 2017, los países latinoamericanos amenazaron con suspender la membresía de Venezuela en la Organización de Estados Americanos. El régimen respondió retirándose unilateralmente de la organización, lo que reveló cuán poco le importaba la presión diplomática tradicional.
Los exasperados países vecinos de Venezuela observan la crisis cada día más a través del problema migratorio; su prioridad es detener el flujo de personas hambrientas que huye de Venezuela y crea nuevas presiones sobre sus servicios públicos. A medida que va surgiendo una reacción en contra del flujo de refugiados venezolanos, algunos países latinoamericanos estan pensando encerrar sus puertas –una tentación que deben resistir pues sería un error histórico que sólo empeoraría la crisis. La realidad es que los países latinoamericanos no tienen idea de qué hacer para influir en Venezuela. Tal vez no haya nada que puedan hacer, salvo aceptar a los refugiados, lo cual al menos ayudaría a aliviar el sufrimiento del pueblo venezolano.
PODER PARA EL PUEBLO
Hoy, el régimen está tan sólidamente afianzado que es mucho más probable que se dé un cambio de caras que un cambio de sistema. Tal vez Maduro pueda ser desplazado por un dirigente ligeramente menos incompetente, capaz de estabilizar la economía y reducir las presiones sociales e imponer un rol menor para Cuba. Tal solución sólo significaría una petro-cleptocracia bajo dominación extranjera más estable y no un retorno a la democracia.
Aún si las fuerzas de la oposición—o un ataque armado de los EEUU—lograran de alguna manera reemplazar a Maduro por un nuevo gobierno, la agenda que se les impondría por delante sería abrumadora. El régimen que reemplace al de Maduro tendría que reducir el inmenso papel que ahora juegan los militares en todas las áreas del sector público. Tendría que partir de cero a reconstruir servicios básicos como la salud, la educación y la seguridad. Tendría también que reconstruir la industria petrolera y estimular el crecimiento en otros sectores económicos. Tendría que enfrentar a los traficantes de droga, a los pranes carcelarios, a los mineros depredadores, a los ricos criminales financieros y a los extorsionistas que se han enquistado en cada órgano del estado. Y tendría que acometer todos estos cambios en el contexto de un entorno político tóxico y anarquizado y en medio de una grave crisis económica.
Dada la magnitud de estos obstáculos, es probable que Venezuela siga siendo pobre e inestable durante mucho tiempo. El desafío inmediato para sus ciudadanos y sus líderes, así como para la comunidad internacional, es contener el impacto del declive de la nación. A pesar de todas las miserias que ha sufrido—o quizás a consecuencia de ellas—el pueblo venezolano nunca ha dejado de luchar contra el mal gobierno que lo azota. Hasta el día de hoy, los venezolanos han seguido organizando cientos de protestas todos los meses. La mayoría de ellas apuntan a problemas locales, movidas por vecinos o grupos de base con poco liderazgo político, pero muestran a un pueblo con la voluntad de pelear por sus intereses.
¿Bastará esto para cambiar el rumbo sombrío por el que va el país? Probablemente no. La desesperanza está llevando a más y más venezolanos a fantasear con una intervención militar dirigida por Trump: un deus ex machina fervientemente deseado por un pueblo que ha sufrido por demasiado tiempo. Pero se trata sólo de una fantasía de venganza, no de una estrategia seria.
La mejor esperanza de los venezolanos está en asegurarse de que no se extingan las protestas y la disidencia social. La resistencia a la dictadura debe mantenerse viva. Porque esa tradición de protesta podría un día sentar las bases de la recuperación de las instituciones cívicas y de las prácticas democráticas. No va a ser fácil, ni mucho menos rápido. Pero Venezuela ha dado grandes sorpresas en el pasado, y puede volver a hacerlo.