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Columnas

Nicolás Maduro, el demócrata

Andrea G

Moisés Naím El País

El presidente de Venezuela se refería recientemente a qué pasará en el caso de que la oposición llegase a obtener la mayoría en la Asamblea Nacional en las elecciones del 6 de diciembre. “Nosotros no entregaríamos la revolución y… gobernaríamos con el pueblo en unión cívico-militar”, dijo. Como buen demócrata, Nicolás Maduro se apresuró a aclarar que todo eso lo haría con “la Constitución en la mano”. Al presidente se le olvidó comentar el pequeño detalle de que la Constitución no contempla un Gobierno “cívico-militar” ni la posibilidad de desconocer los resultados electorales. De lo que no se olvidó fue de pronosticar que, “si fracasa la revolución, habrá una masacre”.

Pero el presidente también ha dejado claro que la oposición no va a ganar. Esa posibilidad la describe como un “escenario negado y transmutado” (no; yo tampoco sé qué es un escenario transmutado). Sorprende la seguridad que tiene Maduro de que es imposible (o “transmutado”) que la oposición gane la mayoría parlamentaria, ya que todas las encuestas registran un abrumador repudio al Gobierno en general y a él en particular. Entonces, ¿por qué está tan confiado? Por muchas razones, la mayoría de las cuales no tienen que ver con eso que llaman “elecciones limpias”. Por dar un ejemplo, Maduro sabe que cuenta con miles de funcionarios como José Miguel Montañez, el gerente de la aduana del aeropuerto de Maracaibo. El señor Montañez fue grabado por uno de sus subordinados cuando ordenaba a todo el personal que votara por los candidatos del régimen y les exigía que al día siguiente de las elecciones llevaran una foto de su voto, como prueba de que lo hicieron “correctamente”. Maduro también sabe que puede contar con el uso indiscriminado del dinero del Estado para apoyar a sus candidatos.

Además, inhabilitar a los líderes de la oposición, encarcelarlos (y, a veces, asesinarlos) o que milicias armadas ataquen frecuentemente las marchas contrarias al oficialismo seguramente nutre su confianza de que es imposible que el “escenario transmutado” prevalezca.

Finalmente, Maduro sabe que controla los medios de comunicación que llegan a las grandes mayorías. Una reciente evaluación estadística de Javier Corrales y Franz von Bergen revela que la televisión (pública y privada) apenas menciona a la oposición —salvo para denunciarla— mientras que el oficialismo es omnipresente y sus iniciativas reciben calurosos halagos. Un buen indicio de la férrea censura del Gobierno a los medios es el hecho de que la televisión no ha informado o discutido sobre la detención, en Haití, de dos sobrinos de la primera dama, acusados de estar involucrados en el tráfico de 800 kilos de cocaína. Tampoco que estos jóvenes están siendo procesados en un tribunal en Manhattan.

Pero el arresto de los sobrinos y lo que ellos están contando a las autoridades estadounidenses no son la única preocupación de Maduro y su Gabinete. Con creciente frecuencia altos funcionarios venezolanos piden asilo en EE UU y hacen graves revelaciones sobre la criminalidad del Gobierno.

Por otro lado, la Organización de Estados Americanos (OEA) parece haber despertado de su letargo y su nuevo secretario general, Luis Almagro, ha enviado una carta de 18 páginas a Tibisay Lucena, la jefa del Consejo Nacional Electoral (CNE), documentando las irregularidades y abusos gubernamentales que tolera de modo complaciente y cómplice el organismo que ella —una conocida simpatizante del régimen— supervisa desde 2006. Almagro concluye que las elecciones del 6 de diciembre “no están garantizadas al nivel de transparencia y justicia electoral que usted desde el CNE debería garantizar”. El nuevo jefe de la OEA también se atrevió a condenar el asesinato de un líder opositor, lo cual generó la inmediata y sofisticada reacción del estadista venezolano: “Almagro es una basura, con el perdón de la basura”.

Las inéditas denuncias de Almagro simbolizan la erosión del benevolente ambiente internacional del que ha disfrutado durante 15 años el Gobierno de Venezuela. Cristina Kirchner está fuera y Dilma Rousseff se tambalea. Los cubanos están “normalizándose” con Estados Unidos. Los elogios de la izquierda del mundo a la “Revolución Bolivariana” se han hecho menos automáticos o patentes (véase Podemos). Está por publicarse una carta firmada por numerosos y muy prestigiosos jefes y ex jefes de Estado exigiendo a Maduro que libere a los presos políticos y garantice elecciones limpias. El petróleo está a la baja y en Venezuela la inflación, la devaluación de la moneda y los asesinatos baten récords mundiales. Desabastecimiento y desmoralización. Los problemas son muchos y las soluciones, inexistentes.

Pero entonces, ¿qué va a pasar en Venezuela? Hay tres escenarios:

1. La patada al tablero: el Gobierno suspende las elecciones o perpetra un fraude masivo y visible.

2. El Gobierno hace milagros: Gana en buena lid y demuestra así que todas las encuestas estaban equivocadas.

3. Maduro se da un baño de democracia: la oposición gana y Maduro le concede la victoria. Eso lo legitima ante el mundo y suaviza las presiones internacionales. Sus aliados declaran con alivio que, “una vez más, se demuestra que en Venezuela hay una democracia”.

Creo que este último es el escenario más probable. También creo que, de ganar la oposición, el régimen le quitará presupuesto, atribuciones y poder a la Asamblea Nacional. Este no sería un truco nuevo: en 2008 el opositor Antonio Ledezma ganó la alcaldía de Caracas e inmediatamente el presidente Hugo Chávez transfirió el presupuesto y las principales atribuciones del cargo a un nuevo ente bajo su control. Después, Maduro —ya como presidente— ordenó arrestar a Ledezma, quien ha pasado así a engrosar las filas de los muchos presos políticos del régimen.

El mensaje: una democracia no se mide por lo que pasa el día de la votación, sino por la manera en la que el Gobierno se comporta durante su mandato. Y una tiranía lo sigue siendo aunque haga elecciones. Y aunque las pierda.