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Columnas

Los mitos del terrorismo yihadista

Andrea G

Moisés Naím / El País

Desde los ataques del 11 de septiembre de 2001, los terroristas han asesinado a 93 personas en Estados Unidos. Casi la mitad, 45, fueron víctimas de yihadistas. Los restantes 48 murieron a manos de terroristas que nada tenían que ver con el Islam. Fueron asesinatos motivados por el odio contra médicos y enfermeras que practican abortos, por el fanatismo paranoide en contra del Gobierno o por la ideología neonazi.

El análisis de más de 330 personas sentenciadas en EE UU desde el 11-S por crímenes relacionados con el terrorismo yihadista revela un perfil que contrasta con las creencias más comunes acerca de quiénes son estos terroristas. Cuando cometieron esos crímenes tenían, de media, 29 años. Un tercio de ellos estaban casados y otro tercio tenían hijos. Habían alcanzado el mismo nivel educativo que el promedio de la población de Estados Unidos y la incidencia de problemas mentales en este grupo era menor que la del promedio del país. Otro dato importante es que todos los atentados letales de motivación islamista fueron perpetrados por ciudadanos o por residentes legales en EE UU.

En resumen: los terroristas islamistas que han actuado en EE UU después del 11-S son personas sorprendentemente ordinarias. Y no llegaron de afuera. Son estadounidenses que han vivido siempre, o la mayor parte de su vida, en ese país. Además vale la pena señalar que, en Estados Unidos, es 3.000 veces más probable que una persona muera asesinada de un balazo disparado por uno de sus compatriotas, sin motivaciones ideológicas, que por un yihadista.

Estos datos provienen de Estados Unidos de Yihad, un reciente libro de Peter Bergen, experto en terrorismo islamista que saltó a la fama en 1997 por haber sido el productor de la primera entrevista televisada a Osama Bin Laden. El libro ofrece una detallada disección de lo que Bergen llama “terroristas cosechados en casa”. Estos son los estadounidenses que se radicalizan, convirtiéndose en soldados de una guerra santa contra los no-creyentes, particularmente contra Occidente, y que se inspira en una extrema y distorsionada interpretación del Islam. Particular preocupación generan los llamados “lobos solitarios”, terroristas que actúan a solas y sin haber tenido mayor contacto con redes internacionales o con otros sospechosos. Su aislamiento crea enormes dificultades para detectarlos antes de que cometan un acto terrorista. 

La gran pregunta es: ¿Por qué? ¿Qué hace que personas que, a primera vista, no muestran mayores diferencias con el resto de la población, decidan convertirse en yihadistas? No se sabe. Entre los expertos no hay consenso en la respuesta.

Algunas cosas, sin embargo, están claras. La radicalización hacia la violencia yihadista tiene determinantes y contextos diferentes en cada país. El joven francés que asesina inocentes y luego se suicida gritando Alahu akbar ha tenido una experiencia vital diferente a la del correligionario que ha hecho lo mismo en Estados Unidos. En Francia por ejemplo, menos del 10% de la población es musulmana pero el 70% de su población penitenciaria lo es. Este no es el caso en EE UU, aunque es el país con el mayor porcentaje de su población encarcelada. La integración de los musulmanes en la vida económica y social en EE UU es más armónica que en otros países.

Otra característica frecuente —mas no universal— entre los yihadistas es la existencia de un episodio detonador: alguna frustración personal, graves dificultades económicas, el desconsuelo por alguna pérdida de un ser querido o un fracaso amoroso.

Pero no todas las personas que pasan por algo así se vuelven terroristas.

Al yihadismo también se llega a través de procesos psicológicos más complejos y menos evidentes. La Asociación Americana de Psiquiatría ha publicado en su boletín mensual un interesante artículo que recapitula los resultados de las investigaciones más recientes sobre el tema. Los psiquiatras centran su explicación en la necesidad que tienen todos los adultos jóvenes de lograr un cierto “alivio existencial”. Y añaden: “Esto implica descubrir quién es uno, adónde pertenece, qué valora, qué le da sentido a la vida, qué puede aspirar a ser y cómo puede demostrarle al mundo su valía… Para los jóvenes marginados y que a veces están en transición entre una sociedad y otra, el proceso de formación de su identidad puede ser una tarea desesperanzadora”. Concluyen los psiquiatras: “Las razones por las cuales los jóvenes se unen a organizaciones terroristas tienen poco que ver con ser pobre, musulmán o psicópata y más con las vulnerabilidades de la naturaleza humana, que son exacerbadas por ciertos aspectos de las sociedades occidentales… Para los jóvenes occidentales que están en transición y se sienten marginados, solitarios, perdidos, aburridos, espiritual y existencialmente desposeídos y abrumados por demasiada libertad, el ISIS y otras ideologías superficiales pero contagiosas seguirán siendo muy tentadoras como soluciones instantáneas a las profundas dificultades inherentes a la condición humana”.

Esta visión psicológica no aporta muchas ideas prácticas acerca de cómo prevenir el terrorismo yihadista. Pero, al menos, desenmascara los prejuicios que pasan por hechos incuestionables y nos hace ver lo peligroso que es adoptar políticas basadas en presunciones falsas.