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Acabo de regresar de China. La velocidad de los cambios que allí ocurren no deja de sorprenderme. A pesar de que mi última visita no fue hace mucho, he percibido enormes transformaciones. Eso sucede cuando un país gigante crece al 10% al año. Visité China por primera vez en 1978, cuando apenas comenzaban sus reformas económicas. Recuerdo de ese viaje las grandes avenidas casi sin coches y llenas de una multitud en bicicleta, todos vestidos más o menos igual, verde olivo o azul. Hoy esas mismas avenidas están bordeadas de rascacielos con la arquitectura más audaz del mundo, están llenas de automóviles y de gente vestida de todos los colores y estilos. En mi primer viaje, la economía china era solo el 40% del tamaño de la Unión Soviética. Hoy es cuatro veces más grande.
Para algunos, Henry Kissinger es un criminal de guerra. Otros le dieron el premio Nobel de la Paz. Para algunos, es un equivocado crónico, y para otros, uno de los estrategas más lúcidos del siglo XX. Tuvo que ver con la tragedia de la guerra de Vietnam y con la normalización de las relaciones entre China y Estados Unidos. Y con decenas de decisiones que moldean el mundo de hoy. En estos días anda promoviendo vigorosamente su más reciente libro sobre China, el cual, como todos los que ha publicado, ya es un bestseller mundial. A pesar de ello, Kissinger dedica tiempo y energías a dar charlas, entrevistas y participar en almuerzos y tertulias alrededor del mundo para hablar de su libro. Vale la pena destacar que hace un par de semanas cumplió 88 años.
"Cree que somos pobres porque ellos son ricos y viceversa, que la historia es una exitosa conspiración de malos contra buenos en la que aquellos siempre ganan y nosotros siempre perdemos (él está en todos los casos entre las pobres víctimas y los buenos perdedores), no tiene empacho en navegar en el ciberespacio, sentirse online y (sin advertir la contradicción) abominar del consumismo... ¿Quién es él? Es el idiota latinoamericano". Esto lo escribió Mario Vargas Llosa en 1996 como introducción al Manual del perfecto idiota latinoamericano, el excelente libro de Plinio Apuleyo Mendoza, Carlos Alberto Montaner y Álvaro Vargas Llosa, su hijo. Tanto la introducción como el libro hacen una demoledora disección de las malas pero populares ideas que han tenido a América Latina empantanada en el subdesarrollo y la corrupción. También ofrecen un muy preciso retrato hablado del tipo de personas que creen en estas ideas y las promueven.
Lo único bueno que tienen los terremotos es que revelan información útil sobre la geología más profunda de nuestro planeta. El Fondo Monetario Internacional (FMI) acaba de ser sacudido por dos fuertes seísmos: el arresto de su director, Dominique Strauss-Kahn, y la controversia acerca de quién debe reemplazarlo. Este segundo seísmo ha aportado interesantes datos acerca de cómo funciona el sistema que gobierna al mundo actual. Algunos de estos datos confirman cosas que ya sabíamos y otros aclaran algunas de las nuevas realidades acerca del poder en estos tiempos.
Todos tenemos temas sobre los cuales preferimos no hablar. Porque nos avergüenzan, porque son dolorosos, o porque son problemas para los cuales no vemos solución. O, simplemente, porque no los entendemos. Los países también sufren de esto. En todas partes hay temas que aparecen poco en la conversación nacional; esa que transcurre en las casas y en los Parlamentos, entre amigos y en los medios de comunicación o en los centros de poder. No es que estos problemas sean desconocidos o que ocasionalmente no aparezcan con fuerza en los debates nacionales. Aparecen, pero su discusión suele ser superficial, transitoria y sin mayores consecuencias prácticas. Son, en efecto, puntos ciegos: problemas cuya importancia es tan obvia como poco lo que se hace para enfrentarlos.
Las recientes noticias relacionadas con el FMI traen un mal tufillo colonialista. No me refiero al hecho de que un francés rico y poderoso que era el jefe del FMI está acusado de haber intentado violar en su lujoso hotel a una joven camarera africana. Lo que allí sucedió no lo sabemos y hay que esperar antes de declarar culpable a Dominique Strauss-Kahn. Pero lo que no se ha hecho esperar son los feos reflujos coloniales que tratan de imponer a un europeo como su sucesor. Según esta visión solo un europeo puede estar al mando del FMI, una institución propiedad de 187 naciones. Esta propuesta "solo" discrimina al restante 93% de la humanidad.
¿Cómo explicar que Estados Unidos y Europa estén bombardeando a Trípoli con misiles y a Damasco con palabras? ¿Por qué tanto empeño en sacar al brutal tirano libio del poder y tanto cuidado con su igualmente salvaje colega sirio? Comencemos por la respuesta más común (y errada): es por el petróleo. Libia tiene mucho y Siria, no. Y por tanto, según esta explicación, el verdadero objetivo de la agresión militar contra Libia son sus campos petroleros. Siria se salva por no tener mucho petróleo. El problema con esta respuesta es que, en términos de acceso garantizado al petróleo libio, Gadafi era una apuesta mucho más segura para Occidente que la situación de caos e incertidumbre que ha producido esta guerra. Las empresas petroleras de Occidente operaban muy bien con Gadafi. No necesitaban cambiar nada. Una segunda, y común, manera de contestar la pregunta es denunciando la hipocresía estadounidense: Washington nos tiene acostumbrados al doble rasero y a las contradicciones en sus relaciones internacionales. Esta tampoco es una respuesta muy útil, ya que no nos ayuda a entender las causas de estas contradicciones.
Tanto Osama bin Laden como su Al Qaeda eran del siglo pasado. La Al Qaeda de ahora, y quienquiera que sea el sucesor de Bin Laden, representan la edición Siglo XXI, Al Qaeda versión 2.0. Esta nueva versión tiene capacidades y limitaciones muy distintas, y enfrenta retos estratégicos también diferentes, a la organización que Bin Laden fundó en 1988. Claro que los espectaculares ataques de 2001 ocurrieron en este siglo y que Osama acaba de morir pero las ideas y las circunstancias que lo moldearon a él y su organización eran del siglo XX. En la década transcurrida desde los ataques del 11-S mucho ha cambiado en el mundo y dentro de la misma Al Qaeda: su organización y líderes operativos, el origen de sus miembros y de sus fuentes de financiación, sus principales teatros de operación, así como sus tácticas, enemigos y competidores.
Este es el segundo tema que domina las conversaciones en Brasil. El primero, y mucho más popular, es la celebración de sus enormes éxitos: los millones de pobres que han dejado de serlo, la impresionante pujanza de sus empresas, las enormes oportunidades y la mayor prosperidad. Si bien los problemas aún son grandes (miseria, crimen, corrupción, desigualdad), el optimismo también lo es. Los brasileños, siempre alegres, están ahora más contentos que nunca. Y con mucha razón. Las cosas van muy bien. Y eso lleva a la segunda conversación obligada: ¿cuánto durará la fiesta? ¿Cómo -quién- nos puede descarrilar este raudo tren hacia la prosperidad?, se preguntan. Paradójicamente, los motivos del éxito también son la fuente de las ansiedades. En los últimos cinco años, el crédito ha crecido hasta alcanzar el 45% del tamaño de la economía. Así, los brasileños han encontrado quien les preste para comprar casas, motocicletas, refrigeradores y todo lo demás -muchos por primera vez-. Y no les ha importado que las tasas de interés de esos préstamos sean las segundas más altas del mundo o que las familias brasileñas deban hoy dedicar un 20% de sus ingresos a pagar sus deudas.
Antes: México era percibido como el país latinoamericano con más probabilidades de llegar a ser un país desarrollado. Ahora: es percibido, si no como un Estado fallido, sí ciertamente como una nación en la que vastas regiones e importantes instituciones están controladas por algunos de los criminales más poderosos y crueles del planeta. ¿Qué pasó? La respuesta no concierne solamente a los mexicanos. Estados Unidos y Europa, por ser grandes consumidores de drogas, también están tocados por lo que sucede en México, al igual que el resto de América Latina.
Cerezos en flor y marchas antiglobalización. Durante años, estos fueron los ritos de la primavera en Washington. Ya no. Los bellísimos cerezos siguen floreciendo, pero las manifestaciones callejeras se han ido apagando.
¿Qué hubiese pasado si en la II Guerra Mundial los aliados hubiesen bombardeado las cámaras de gas o las líneas de ferrocarril que llevaron a millones de inocentes a la muerte en Auschwitz y otros campos de exterminio? No se podía. No sabíamos. Hubiésemos distraído recursos de otros frentes. No era una prioridad estratégica. Estas son algunas de las respuestas que se le han dado a esta difícil pregunta. En Auschwitz fueron asesinados más de un millón de hombres, mujeres y niños.
Los japoneses son diferentes. Es tan imposible no conmoverse con las imágenes de sufrimiento y destrucción que nos llegan de Japón como lo es no sorprenderse con el estoicismo de las víctimas. Mientras que en otros países las escenas que siguen a una catástrofe suelen ser de pánico, desorden y saqueos, en Japón vemos largas filas de gente esperando en calma atención médica o comprando alimentos. Y rostros que reflejan un inimaginable dolor, que no se expresa con estridencias. Los japoneses merecen la admiración y la solidaridad del mundo.
La revista Forbes acaba de publicar su lista anual de las personas más ricas del mundo. No hay sorpresas. Aumentó el número de milmillonarios, así como su patrimonio promedio (3.500 millones de dólares). Y si bien la mayoría sigue siendo estadounidense, su porcentaje está declinando, mientras aumenta el de los ricos de países pobres. Así es: países como China, Brasil, India, México, Turquía, Ucrania o Rusia producen muchos megamillonarios. Y examinando quiénes son y cómo han hecho sus fortunas, resulta que en estos países pobres estar cerca del Gobierno es una ruta más segura para llegar a la lista de Forbes que estar cerca de los consumidores. El factor crítico del éxito de muchos de estos multimillonarios es el Estado, y no el mercado.
¿Quién hubiese imaginado que Muamar el Gadafi pasaría a la historia como el gran creador de consenso internacional? No es fácil poner de acuerdo a las 192 naciones del planeta. Gadafi lo ha logrado. El mundo entero ha denunciado al dictador libio por masacrar a civiles inocentes. El mundo entero, excepto dos jefes de Estado: Hugo Chávez y Daniel Ortega; el eje de los despistados.
La de Túnez fue la Revolución de Wikileaks y la de Egipto fue la Revolución Facebook. Gracias a Wikileaks, los tunecinos conocieron el cable donde el embajador estadounidense revelaba la extraordinaria corrupción del dictador y su familia. En Egipto, fueron los jóvenes hartos de Hosni Mubarak y su régimen quienes se encontraron y organizaron a través de Internet. Facebook y Twitter hicieron posible que, por fin, el pueblo se lanzara a las calles. El resto es historia.
Lo que está sucediendo en el mundo árabe es importante, como lo es también la recesión que tiene sin trabajo a millones de personas. Pero si se siente, al igual que yo, con ganas de cambiar de tema por un rato, esta columna es para usted.
¿Por qué Egipto y no Marruecos? ¿Por qué en China sigue mandando el Partido Comunista, pero se hundió la Unión Soviética? ¿Por qué Fidel Castro ha sobrevivido en el poder y Augusto Pinochet no? En fin, ¿qué determina que algunas dictaduras sean depuestas y otras se perpetúen? Las razones son tan variadas como la naturaleza misma de estos regímenes. Hay dictaduras que son totalitarias y brutalmente represivas. Otras son dictablandas que intentan hacerse pasar por democracias: organizan elecciones que nunca pierden, toleran una oposición anémica y permiten periódicos "libres" que pocos leen. Muchas necesitan del sostén de potencias extranjeras. Arabia Saudí depende de Estados Unidos, Bielorrusia de Rusia y Corea del Norte de China. Y claro está, la historia, la cultura y la religión fortalecen ciertas monarquías despóticas. Aunque cuando un pueblo se harta y sale a la calle dispuesto a morir por la libertad -y el Ejército no lo masacra- no hay cultura, historia, religión o potencia extranjera que salve a un déspota. Pero ¿qué hace que esto ocurra?
"La economía de Egipto ha resistido bien la crisis... Las amplias reformas adoptadas desde 2004 han reducido las vulnerabilidades fiscales y monetarias. La gestión económica ha sido mejor de lo esperado... La confianza de los inversionistas ha aumentado, la Bolsa de valores se ha recuperado, los flujos de capital también y las reservas internacionales están creciendo...". Estas fueron algunas de las conclusiones de la evaluación que hizo el Fondo Monetario Internacional sobre Egipto en marzo del año pasado. Antes, el Banco Mundial lo había situado en el primer lugar entre los países que estaban reformando sus economías. Es evidente que las reformas no le sirvieron de mucho a Hosni Mubarak. Más bien, contribuyeron a su caída. ¿Cómo es posible?