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La palabra sanción es antipática. Implica un castigo que alguien con poder (padre, profesor, jefe, juez) le impone a otro con menos poder, que no tiene más alternativa que someterse a él. En las relaciones internacionales las sanciones tienen una bien ganada mala fama. Las naciones más poderosas las suelen usar para forzar cambios de políticas —o incluso de líderes— en otros países. Casi nunca lo logran. Lo usual es que terminen penalizando a la ya muy sufrida población del país sancionado más que a los tiranos que lo malgobiernan. El irracional y contraproducente embargo de EE UU a Cuba es un buen ejemplo. El embargo, que comenzó en 1960, solo ha servido para dar a los hermanos Castro medio siglo de excusas con las cuales justificar la bancarrota de su isla. En contraste, uno de los muy pocos casos de sanciones internacionales que lograron su objetivo ocurrió en Sudáfrica en 1986. El Congreso de EE UU impuso severas sanciones económicas a ese país hasta que aboliera el apartheid y liberara a Nelson Mandela, entre otras condiciones. Europa y Japón se unieron al castigo. El embargo causó estragos en la economía sudafricana, lo que llevó al Gobierno de entonces a reformar sus leyes segregacionistas. Pero esta es una excepción.
La canciller alemana, Angela Merkel, es sin duda una de las personas más poderosas del mundo. Rupert Murdoch es el dueño de News Corporation, uno de los mayores conglomerados mediáticos y, naturalmente, también es muy poderoso. Las respectivas fuentes de poder de estos dos personajes son diferentes, así como la manera en que utilizan la influencia que tienen, o los objetivos e intereses que guían sus conductas. Merkel es la líder de un gran país y Murdoch el dueño de una gran empresa privada. Más aún, el empresario insiste en que él no utiliza el poder de sus medios de comunicación para presionar a gobiernos o influir sobre la política. Sus críticos rechazan estas afirmaciones y advierten que hay sobradas evidencias de que Murdoch y sus medios de comunicación son actores políticos de primer orden. En Estados Unidos, sus detractores acusan a la cadena de televisión Fox de estar manifiestamente parcializada a favor del partido Republicano, y más recientemente, del Tea Party. En Reino Unido, Murdoch tuvo que presentarse hace unos meses ante una comisión del Parlamento británico que investigaba las practicas periodísticas de los tabloides. “Yo nunca le he pedido nada a ningún primer ministro”, afirmó. Sin embargo, ante esa misma comisión el ex primer ministro John Major reveló que, en una cena en 1997, Rupert Murdoch le pidió que cambiara la política de acercamiento hacia Europa que seguía su Gobierno. De no hacerlo, Murdoch le advirtió, le retiraría el apoyo de sus periódicos. “Esa es una conversación difícil de olvidar”, dijo Major. “No es frecuente que alguien sentado frente al primer ministro le diga: ‘Si no cambia su política, mi organización no lo apoyará”, añadió.
Jorge Botti, presidente de la federación empresarial de Venezuela (Fedecámaras), explicó hace poco que si el Gobierno no suministra más dólares para pagar las importaciones, la escasez de productos de primera necesidad será grave. “Lo que le vamos a dar a Fedecámaras no son más dólares sino más dolores de cabeza”, respondió el vicepresidente Nicolás Maduro, el heredero escogido por Hugo Chávez.
Siempre es igual. En algún lugar de Estados Unidos un hombre con problemas mentales y fuertemente armado masacra a un grupo de inocentes. En este último episodio han sido asesinados 20 niños y 6 adultos. Sigue la conmoción, la indignación y el furioso debate sobre la necesidad de restringir el acceso a las armas de fuego. Y nada más. Hasta que ocurre otra masacre y el ciclo se repite. La esperanza es que esta vez sea distinto y la indignación haga posibles las reformas. La única buena noticia es que al menos la sociedad no ha perdido la capacidad de indignarse.
Las armas son para matar. Pero la sorpresa es que, a veces, algunas salvan vidas. Este es el caso de los misiles anti-misil que Israel utilizó para protegerse de los cohetes lanzados por Hamás desde Gaza en su más reciente conflicto. Y no me refiero al hecho de que este sistema, llamado Cúpula de Hierro, evitara la muerte de civiles israelíes. Eso, sin duda, lo logró. Pero también evitó la muerte de miles de inocentes en la Franja de Gaza. También frenó una desestabilización aún mayor de esa convulsionada región y, posiblemente, hasta impidió un peligrosísimo enfrentamiento armado entre Israel y Egipto. ¿Cómo puede un arma lograr todo eso?
Este no es un trabalenguas. Son los nombres de dos personas que no podrían ser más diferentes ni tener menos en común. Pero a las dos les han sucedido cosas que iluminan aspectos tanto trágicos como esperanzadores del mundo en el que vivimos a comienzos del Siglo XXI.
La reelección de Barack Obama sorprendió a muchos. Y con razón. Según las encuestas, ni el presidente ni Mitt Romney gozaban de una ventaja definitiva. Y esa es la principal sorpresa. ¿Cómo es posible que Obama, quien hace tan solo cuatro años despertó apasionados apoyos en todas las regiones, clases sociales, razas, religiones, generaciones y sectores económicos, ahora estuviese mendigando votos y luchando casa por casa para ser reelegido? Solo cinco de los 44 presidentes de Estados Unidos han sido derrotados en su intento de ser reelegidos. Hubo momentos en los que Obama parecía estar a punto de sumarse al grupo. Obviamente la mala situación económica lo hizo vulnerable. Pero la reticencia del presidente a defender su gestión, explicar mejor las limitaciones que le impidieron hacer más y su poca disposición a recordarle al electorado el desastre que heredó de George W. Bush también fueron otras sorpresas. Naturalmente, Romney aprovechó estas fallas.
Sandy, el huracán, ha dejado varias lecciones. 1) Las respuestas eficaces a las catástrofes requieren de mucho Estado, no de mucho mercado. El actor fundamental cuando ocurren desastres naturales es el Gobierno, no la empresa privada. 2) Los enfrentamientos políticos dejan de interesar. La gente exige rescate y ayudas concretas, no discursos y debates ideológicos. 3) Los protagonistas más importantes son los gobernadores y alcaldes de las localidades más afectadas, no el presidente. Si bien Barack Obama desempeñó un eficaz —y muy aplaudido— papel, fueron el alcalde de Nueva York, Michael Bloomberg, y el gobernador de la devastada Nueva Jersey, Chris Christie, los dirigentes que respondieron más directamente a las necesidades de las víctimas de Sandy.
David Barboza dirige la oficina del The New York Times en Shanghai. Acaba de publicar un artículo de enorme importancia; de hecho hasta podría llegar a tener consecuencias directas para usted. Barboza escribe sobre la corrupción de los familiares de Wen Jiabao, el primer ministro chino. En principio, en esto no hay nada de nuevo. No pasa un día sin que en alguna parte del mundo estalle un escándalo de corrupción que involucre a políticos, gobernantes y sus cómplices en el sector privado. Y decir que en China hay corrupción es revelar lo obvio. Pero este artículo, y este escándalo, son distintos.
Para Franklin D. Roosevelt fue la radio. Y para John F. Kennedy, la televisión. Para la primera elección de Barack Obama fue Internet y, en particular, Facebook. Es sabido que, en cada una de esas elecciones, una nueva tecnología contribuyó a la victoria del candidato que mejor la supo aprovechar.
¿Cuál será la innovación tecnológica que tendrá más peso en determinar el ganador de las próximas elecciones en EEUU? La respuesta es Data Mining, la minería de datos, y más concretamente el microtargeting o la microsegmentación.
¿Qué le espera a Venezuela después de esta nueva victoria de Hugo Chávez? Cuatro grandes temas consumirán la atención del Gobierno y el país. Primero, el tóxico legado económico que Hugo Chávez hereda de sí mismo. Segundo, el precario estado de salud del presidente. Tercero, las batallas sucesorias entre sus más cercanos colaboradores. Y cuarto, los intentos que Chávez y su Gobierno harán para cambiar la Constitución de manera que, en caso de que el mandatario se vea impedido de seguir al frente del Estado, pueda designar a su sucesor sin convocar nuevas elecciones, tal como ahora lo establece la ley.
Mitt Romney es el candidato de una de las maquinarias políticas más poderosas del mundo. Henrique Capriles es el candidato de una abigarrada coalición de grupos venezolanos. Ambos se enfrentan a presidentes en ejercicio que son gigantes políticos y que gozan de amplio apoyo popular. Ese es el único parecido. Romney compite por el cargo en una democracia madura, donde el presidente tiene fuertes limitaciones legales en el uso del dinero público en su campaña. Capriles, en cambio, se enfrenta a Hugo Chávez, uno de los jefes de Estado con más tiempo en el cargo y quien nunca ha tenido empacho en usar la riqueza petrolera de la nación como si fuera suya y en cambiar leyes a su antojo.
¿Qué tienen en común el calentamiento global, la crisis de la Eurozona y las masacres en Siria? Que nadie tiene el poder de detenerlas. Cada una de estas situaciones ha venido deteriorándose ante los ojos del mundo. Las tres implican graves peligros y el sufrimiento de millones de personas. Sobre las tres hay ideas acerca de lo que se debería hacer. Y no pasa nada. Hay reuniones de ministros, cumbres de jefes de Estado, exhortaciones de personajes eminentes, líderes sociales, políticos y académicos. Nada. Los medios nos dan angustiosas dosis de noticias que confirman que cada una de estas crisis sigue su rauda carrera al despeñadero. ¿Y…? Nada. No pasa nada.
¿Por quién se siente usted más maltratado? ¿Por su proveedor de telefonía? ¿Por su banco? ¿Las líneas aéreas? Las relaciones entre las empresas y sus clientes están cargadas de conflictos de interés cubiertos por una capa de hipocresía, publicidad y mercadeo. Al fin y al cabo, las empresas quieren extraer la máxima cantidad de dinero de sus clientes y estos quieren pagar lo menos posible. Crear lealtad a la marca es la principal motivación que impulsa a las empresas a tratar bien a sus consumidores. Nada nuevo. No obstante, las empresas insisten en persuadirnos de que son nuestros amables aliados y que sus decisiones de precios, calidad y servicios también están guiados por la ética. A esta idea últimamente no le ha ido muy bien. El Barclays Bank, por ejemplo, pagó una multa de 452 millones de dólares por haber manipulado las tasas de interés interbancarias (la tasa Libor, a la que ahora algunos cínicos llaman, en inglés, Lie-More: miente-más). “¡No somos los únicos!”, clamó el jefe de Barclays antes de dimitir. Su colega de JP Morgan, Jamie Dimon, insiste en que los bancos no necesitan más regulaciones, ya que sus valores éticos, sus mecanismos de autocontrol y la competencia garantizan que sus decisiones estén alineadas con los intereses de la sociedad. Pero Dimon se ha visto sorprendido por pérdidas escondidas en su banco de 2.000 millones de dólares (o 5.000. O más. Aún no se sabe). Dimon dijo estar indignado por la deshonestidad de los banqueros de JP Morgan (pequeño detalle: son sus empleados). Rajat Gupta, el exjefe de la prestigiosa empresa consultora McKinsey&Co (“somos una organización guiada por valores”) acaba de ser condenado en Nueva York por haberle filtrado a su cómplice valiosa información secreta sobre Goldman Sachs, empresa en cuyo directorio Gupta participaba.
No es fácil haber sido presidente. El viejo chiste es que los expresidentes son como los jarrones chinos: todo el mundo dice que son muy valiosos pero nadie sabe qué hacer con ellos. Y muchos jefes de Estado tampoco saben qué hacer consigo mismos una vez que dejan de serlo. Algunos, como Bill Clinton, mantienen una actividad frenética; otros, como Vladímir Putin, se las arreglan para no dejar nunca el poder y aun otros, como Silvio Berlusconi, dedican su post-presidencia a preparar el regreso a palacio.
Fue uno de esos días importantes que, sorprendentemente, pasó casi inadvertido en los medios de comunicación del mundo. Resulta que, según los cálculos del Departamento del Tesoro de Australia, el 28 de marzo pasado las economías de los países menos desarrollados en su conjunto superaron en tamaño a las de los países más ricos. “Ese día terminó una aberración que duró un siglo y medio”, escribió el columnista australiano Peter Hartcher, refiriéndose al hecho de que, hasta el año 1840, China había sido la mayor economía del mundo. “Los chinos ven esto y dicen: lo único que pasó es que tuvimos un par de siglos malos”, señala el experto en Asia Ken Courtiss, también citado por Hartcher. Courtiss añade: “Lo que está ocurriendo es que, en un abrir y cerrar de ojos, en tan solo una generación, el poder se ha mudado de Occidente a Oriente. Y con el tiempo veremos que no se trata solo de un movimiento del poder económico y financiero, sino que también migrará a Oriente el poder político, cultural e ideológico”.
Económicamente, España; políticamente, Italia. Pero como la mala situación política suele dañar la economía y la mala economía siempre emponzoña la política, es posible que la respuesta se revierta. La situación política de España se puede deteriorar y la ventaja económica que por ahora Italia le lleva a España se puede desvanecer rápidamente. En todo caso, lo importante es que ambas naciones están mal y que su situación es muy volátil. En estos momentos, la emergencia es la necesidad de rescatar los bancos españoles, pero hace poco fue la posibilidad real de que Italia perdiera acceso a la financiación internacional, una amenaza que anteriormente había alarmado a España. Y antes tuvimos la crisis política de Italia, que paralizó la toma de decisiones y condujo al reemplazo de Silvio Berlusconi por Mario Monti. Y así van saltando las emergencias de un país a otro, provocando sobresaltos que hacen de la estabilidad y la predictibilidad remotos recuerdos. Es prudente suponer que las emergencias y sorpresas continuarán mientras no aparezca un marco de políticas económicas para toda Europa que sea socialmente tolerable, financieramente creíble y sostenible en el tiempo.
¿Por qué sigue agudizándose y extendiéndose la crisis económica europea? ¿Ignorancia? ¿Demasiado poder concentrado en pocas manos? ¿O será, quizás, todo lo contrario: que los que deben tomar las decisiones necesarias no tienen el poder para hacerlo? Creo que es una diabólica combinación de estos tres factores.
La semana pasada, ExxonMobil —con unos ingresos de 450.000 millones de dólares (sí, 450.000 millones)— desplazó a Wal-Mart como la empresa más grande del mundo. La mayoría de los países no cuentan con ingresos anuales de esa magnitud. También la semana pasada, Steve Coll, un acucioso periodista de investigación, publicó un libro en el que venía trabajando desde hace años: El imperio privado. El libro analiza cómo, en la década de los noventa, ExxonMobil —una empresa que ya era grande— sentó las bases para convertirse en el gigante que hoy es.
¿Crecimiento o austeridad? Este es el gran debate de estos tiempos. Sorprendentemente, se plantea como un menú en el cual los países tienen la libertad de escoger el plato que más se les antoja. ¿A quién le apetece la austeridad? ¿Pagar más impuestos, tener menos y peores servicios públicos, perder subsidios y reducir la protección social? A los alemanes. Pero siempre y cuando se les sirva a sus vecinos europeos. Y a la banca internacional, que quiere que esos fondos se canalicen al pago de lo que los gobiernos le deben. Por otro lado: levanten la mano quienes prefieran el crecimiento, más empleos, más ingresos y más prosperidad para todos. Así es: todos a favor del crecimiento; nadie opta por la austeridad si la puede evitar. El problema está en que lo que es inevitable no es opcional. Y si no hay opción no hay debate. Pero resulta que no solo lo hay sino que, además, se ha convertido en el debate definitorio de estos tiempos. El hecho de que algunas políticas de austeridad no producirán la estabilización económica que prometen, o que las políticas de crecimiento no necesariamente generarán más empleos, son posibilidades enterradas bajo los eslóganes y la demagogia. ¡Viva el crecimiento! ¡Muera la austeridad!