Moisés Naím

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'Gaffe' afgana

Moisés Naím / El País

En francés, gaffe significa un error que pone a quien lo comete en una situación socialmente incomoda. Mi amigo el columnista Michael Kinsley acuñó una nueva categoría: las gaffes washingtonianas. Según él, en Washington una gaffe ocurre cuando algún poderoso se descuida y dice la verdad en público; verdades que habitualmente no expresa porque pueden perjudicar su carrera. Obviamente, esto sucede en todas partes. Más de un político ha arruinado su carrera por decir inadvertidamente en público lo que realmente piensa. Esto le acaba de pasar al general Stanley McChrystal, hasta ahora jefe de las tropas de Estados Unidos y la OTAN en Afganistán.

McChrystal practicó una forma tan extrema de esta conducta que merece tener su propia categoría: la gaffe afgana. Como se sabe, el general invitó a un periodista de la revista Rolling Stone a pasar largas semanas conviviendo con él y sus principales oficiales (Sí; Rolling Stone, la de la portada con Lady Gaga en biquini y ametralladoras). El periodista Michael Hastings lo acompañó a visitar zonas de combate, a reuniones en su comando de operaciones, en momentos de esparcimiento con sus oficiales y hasta a un viaje a París.

Allí el general fue muy preciso al explicarle a sus ayudantes lo que pensaba del ministro francés con el que estaba por reunirse ("... prefiero que un cuarto lleno de gente me patee en el culo que ir a esta cena"). Pero el desdén del general no es solo por los franceses. ¿Qué piensa de su comandante en jefe? Barack Obama estaba "incomodo e intimidado por los generales" cuando se reunió con el alto mando militar al inicio de su Gobierno. El vicepresidente Joe Biden: ¿Quién es ese? dice McChrystal entre carcajadas. ¿Y Richard Holbrooke, el enviado especial para Afganistán y Pakistán, cuya arrogancia y manipulaciones son legendarias? "El jefe dice que es como un animal herido", dice uno de los asistentes de McChrystal; "... los rumores de que lo van a despedir lo hacen muy peligroso" dice. "Pero no lo van a sacar porque en la Casa Blanca temen más a un posible libro donde Holbrooke lo cuente todo que a sus constantes traspiés". De hecho, el equipo de McChrystal ("... un grupo seleccionado a dedo que incluye asesinos, espías, genios, patriotas, operadores políticos y maniáticos...") no se queda atrás en cuanto a su brutal franqueza con el periodista. ¿El jefe del Consejo Nacional de Seguridad, el general Jim Jones? "Un payaso. Se quedó en 1985". ¿Los senadores John Kerry o John McCain? "Aparecen en Kabul, tienen una reunión con Karzai, dan una declaración en el aeropuerto y se vuelven inmediatamente para ir a los programas de televisión". Y así sucesivamente.

Este reportaje pasará a la historia. No por la gaffe que significó, sino como un ejemplo extremo de decisiones que equivalen a suicidarse profesionalmente. Al leerlo, el almirante Mike Mullen, el más alto jefe militar estadounidense se enfermó. Así se lo confesó al The Washington Post: "Cuando leí el artículo, literalmente, físicamente, me sentí mal. No lo podía creer".

McChrystal no solo perdió el cargo sino que arruinó su carrera. Es probable que ni siquiera el mismo McChrystal aun entienda bien las razones que lo llevaron a pensar que salir de farra y cometer todo tipo de indiscreciones con un reportero de Rolling Stone era una buena idea. Ya vendrá una avalancha de especulaciones sobre los determinantes psicológicos de su conducta. Pero más allá de todo el ruido y el sensacionalismo el reportaje centra los reflectores de la opinión pública en dos importantes verdades. Primera: si bien los estadounidenses se quejan de la disfuncionalidad del Gobierno de Hamid Karzai y sus efectos sobre la guerra, no es menos cierto que, en lo que Afganistán respecta, Washington es tan disfuncional como Kabul. Las divisiones, rencillas, discrepancias y hostilidades entre los miembros del equipo militar y civil a cargo de la guerra son notorios y, en muchos sentidos, McChrystal es una de las víctimas de estas divisiones. Segunda: las divisiones en Washington no son solo producto de rivalidades y envidias personales. Hay una gran confusión sobre cuál es la misión (¿contrainsurgencia o contraterrorismo?), la estrategia (pacificar al enemigo con dinero o acabarlo a balazos), quién es el enemigo (¿Al Qaeda o los talibanes?), quiénes los aliados (¿Karzai? ¿Pakistán?) y, sobre todo, ¿cuánto tiempo, vidas y dinero está Estados Unidos y sus aliados dispuestos a invertir en esta expedición?

Quizás el consuelo que le puede quedar a McChrystal es que su suicidio profesional puede obligar a Obama a contestar estas preguntas. Las repuestas nos afectaran a todos, sin importar donde estemos.