El precio más importante
Moisés Naím / El País
¿Cuál cree usted que es el precio que más le afecta? ¿La comida? ¿La gasolina? ¿El tipo de interés sobre la hipoteca de su casa? ¿El dólar? Todos son importantes. Los precios de las materias primas, la energía, las tasas de interés o la paridad de cambio de una moneda determinan nuestra calidad de vida y reflejan la distribución del poder entre naciones, el acceso a las nuevas tecnologías, el progreso de algunos países y el declive de otros. Pero hay un precio del que se habla poco a pesar de que es el más importante para el futuro de la humanidad: el precio de emitir gases que calientan el planeta. Y se habla poco de él porque es tan bajo que nadie lo percibe... Por ahora.
El precio de ensuciar el planeta -o nuestra atmosfera- es peligrosamente fácil de ignorar. Usted, por ejemplo, no paga mucho cuando calienta el planeta cada vez que enciende la luz, viaja en automóvil, come carne o tala un árbol. Si tuviera que pagar más lo haría menos o buscaría maneras menos costosas y más eficientes de hacer lo mismo. Lo que sucede ahora es que las consecuencias existen pero el enorme precio que tendrán que pagar lo estamos desplazando al futuro. Y esa es una conducta suicida.
La comunidad científica no duda de que el planeta se está calentando a causa de la actividad humana, de que el calentamiento produce irreversibles cambios climáticos y de que las tendencias actuales nos llevaran al desastre. Hay escépticos, claro está, pero son una minoría con poca credibilidad científica cuya desproporcionada visibilidad mediática responde a intereses económicos y políticos. En otro artículo he descrito estos debates indecentes.
La humanidad tiene tres opciones ante los cambios climáticos: padecerlos, mitigarlos y adaptarse. Muchos de los efectos que padeceremos son inevitables puesto que resultan de actividades que ya ocurrieron. Para algunos de los cambios previstos no hay mucha adaptación posible. Bangladesh, que es el país más densamente poblado del mundo y uno de los más vulnerables a los efectos del cambio climático, sufrirá un impacto devastador. Otros países están comenzando a adaptarse, invirtiendo en infraestructura, cambiando sus políticas agrícolas, las normas de construcción y sus planes de desarrollo urbano, turístico e industrial. Y hasta sus planes militares.
Pero lo más importante es mitigar el problema que se avecina. Si bien mucho del daño está hecho y es irreversible, también es cierto que se puede limitar el que seguimos haciendo a diario. Hay que alterar la catastrófica trayectoria en la que estamos. Es necesario incentivar a países, empresas e individuos a emitir menos gases que al acumularse en la atmosfera crean el efecto invernadero. Y, casi siempre, hablar de incentivos es hablar de precios. En este caso, se trata de ponerle un precio más alto a las conductas que calientan el planeta.
Una de las opciones para mitigar el daño es que los países acuerden límites cuantitativos a sus emisiones totales de gases invernadero y que se desarrolle un mercado donde empresas que se excedan puedan intercambiar créditos ambientales con aquellas que han emitido menos, lo cual les permitiría beneficiarse de su mejor conducta ambiental. Este es el sistema conocido como Cap and trade. Otra alternativa es la de ponerle impuestos al carbono, la energía o al combustible. Una opción es la de crear un precio implícito que resulta de la combinación de estímulos y penalidades que los Gobiernos imponen a empresas e individuos para estimular que tomen decisiones más limpias. Éstas son decisiones impopulares y políticamente explosivas. Además, requieren que Gobiernos con muy distintos intereses se pongan de acuerdo. El fracaso de las negociaciones en Copenhague es sólo una señal de lo difícil que es esto.
Pero hay otras señales mucho más fuertes que el fracaso de Copenhague: nos las está mandando la naturaleza. Si no decidimos pronto subir el precio más importante del mundo la naturaleza lo hará por nosotros. Y será prohibitivamente alto.