Moisés Naím

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Putin en Caracas

Moisés Naím / El País

La culpa es de Barack Obama. En 2014 el entonces presidente de Estados Unidos afirmó, desdeñosamente, que “Rusia es un poder regional que solo amenaza a algunos de sus vecinos más cercanos, y esa no es una manifestación de fuerza sino de debilidad”.

Obama tenía razón y, quizás por eso, Putin nunca se lo perdonó. El líder ruso se formó como espía de la KGB en tiempos en que la Unión Soviética y Estados Unidos eran las superpotencias que podían proyectar su fuerza militar en cualquier parte del planeta. Pero la Unión Soviética colapsó y con ello se redujo la influencia rusa en el mundo. El impacto que esto tuvo sobre Putin fue tal que en 2005 llegó a afirmar que “el desmantelamiento de la Unión Soviética fue la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX”. Para poner esta afirmación en perspectiva basta recordar que en la Segunda Guerra Mundial la Unión Soviética perdió 27 millones de personas.

No debe sorprender, entonces, que restituirle a Rusia el rol de superpotencia es una prioridad para Putin. En los inicios de la guerra civil en Siria, por ejemplo, Estados Unidos y la Unión Europea tenían una influencia preponderante. Putin se las arregló no solo para intervenir en el conflicto y salvar al régimen de Bachar el Asad, sino que se convirtió en un principalísimo participante político y militar.Hoy no hay arreglo posible en Siria sin la presencia y anuencia del Kremlin. Pero la más audaz e innovadora expresión de las nuevas capacidades de Rusia para moldear la política mundial fue su intervención en las elecciones estadounidenses de 2016. Según los servicios de inteligencia estadounidenses, “Rusia condujo una campaña de influencia sin precedentes para interferir en el proceso electoral y político de Estados Unidos”.

Y no solo en EE UU. Una investigación del German Marshall Fund encontró que “Rusia ha intervenido en procesos políticos en al menos 27 países utilizando ciberataques y campañas de desinformación”. El diario británico The Guardian reportó que Rusia había intervenido en el referéndum sobre el Brexit y EL PAÍS informó lo mismo con respecto a la crisis en Cataluña.

En vista de todo lo anterior, lo sorprendente sería que Putin no tuviese un enorme interés en influir sobre la situación en Venezuela. Este país es un exaliado de Estados Unidos que podría volver a caer bajo su órbita, está localizado a menos de tres horas de vuelo de las costas de Florida, cuenta con las reservas probadas de petróleo más grandes del planeta y está sumido en un caos de calibre mundial. Y si Estados Unidos intervino en contra de Rusia en sus conflictos armados en Ucrania, Georgia, Abjasia y Osetia del Sur, ¿por qué no puede el Kremlin intervenir en el patio trasero de Washington?

Pero no todo es política: también hay mucho dinero de por medio. Y petróleo. Venezuela le debe un montón de dinero a Rusia y Chávez y Maduro le han entregado algunos de los mejores yacimientos petroleros como parte del pago. También cedió el 49,9% de las acciones de la empresa Citgo Petroleum, una codiciada subsidiaria estadounidense de la petrolera PDVSA.

Parecería, entonces, que Venezuela es el blanco perfecto para la intervención rusa. Debe ser delicioso para Vladímir Putin saber que puede influir sobre la política y la economía de un país situado a 10.000 kilómetros de distancia.Pero de la misma manera que el invierno ruso derrotó a las tropas invasoras de Napoleón en 1812 y a las de Hitler en 1941, el caos venezolano puede derrocar el intento ruso en la Venezuela de 2019.Según el analista Vladímir Rouvinski, “la relación de Rusia con Venezuela es una historia de oportunidades perdidas, arriesgadas inversiones milmillonarias, el sospechoso enriquecimiento de algunas personas y una vasta corrupción… Moscú no puede correr el riesgo de que Venezuela se convierta en símbolo de uno de los mayores fracasos de Putin en la arena internacional”.

Otros en Rusia no lo ven así. En las más altas esferas del Estado ruso hoy hay tres grupos que compiten por el apoyo de Putin a sus posiciones con respecto a Venezuela: los economistas, los oligarcas y los geopolíticos. Para los economistas el inmenso costo que implica reparar los daños que han dejado Chávez y Maduro es prohibitivo y no justifica los beneficios que se derivarían de tener el tutelaje del distante país caribeño. En cambio, los oligarcas patrocinados por Putin más bien sueñan con el enorme beneficio personal que podrían derivar de tener el control del petróleo y los minerales venezolanos. Los geopolíticos sueñan con las posibilidades que le abriría a Rusia el tener un país satélite ubicado tan cerca de EE UU.

Veremos quién prevalece. Pero es obvio que una Venezuela libre de las influencias de la autocracia rusa y de la dictadura cubana es un objetivo por el cual deben luchar todos los demócratas del mundo. Y no solo para liberar a Venezuela de la indefendible dictadura de Maduro, sino también para contener las aventuras internacionales de las autocracias que aún rondan por el planeta.